El niño tenía cinco años y
esperaba expectante el nacimiento de la nueva criatura. Su cabaña estaba junto
a la de la mujer que iba a parir y a él le gustaba mucho mirarla, era hermosa y
cariñosa con él y siempre tenía algo para darle cuando estaba enfadado o
triste, una concha bonita, un puñado de caracolillos de mar o una fruta.
Las mujeres entraban y salían de
la cabaña apartándole cada vez con menos cariño, hasta que le gritaron que se
fuera por ahí a jugar y dejara de molestar. Las mujeres siempre gritaban cuando
estaban de parto, era lo normal, pero los gritos de esta le llegaban al alma y
solo quería que aquello acabara de una vez. El llanto de un bebé acabó con todo
aquello. Corrió hacia la puerta de la cabaña y en cuanto pudo, se coló dentro.
La mujer lo vio y le llamó
─ Mira qué cosa tan bonita tengo
para ti- le dijo mostrándole a la niña recién nacida.
─ ¿Para mí? – se asombró él. Yo
no puedo darle la teta, ni bañarla, ni hacerle nada.
─ Bueno, todo eso lo haré yo pero
tú podrás cuidar de ella y enseñarle todo lo que sabes porque eres mucho más
mayor y para cuando ella pueda aprender cosas, aún lo serás más. ¿La cuidarás
cuando yo esté ocupada?
Embarcación |
Al correr del tiempo el niño siguió
fiel a su promesa y los dos se convirtieron en inseparables. Juntos iban a
pescar y él le enseñó a hacer redes de atarraya con las que era muy fácil
pescar en la misma orilla del mar o en los esteros, y anzuelos de espinas de cactus
para pescar con caña desde las rocas donde batía el mar. A distinguir los
caracoles más ricos de los que solo servían para jugar una vez vaciados o para
hacer colgantes y también a cazar.
Al principio cazaban piezas
pequeñas como ranas, sapos, culebras o lagartijas y cuando ya adquirieron
maestría, loros, conejos o ardillas. Los venados y los antílopes estaban
reservados para los hombres adultos pues su captura constituía todo un honor. Sin
embargo los zorros estaban al alcance de los adolescentes que se afanaban en
lograr esquivar la astucia de esos animales y hacerles caer en sus trampas. De
ellos no solo se consumía la carne, la piel era muy apreciada así como los
dientes que se utilizaban sobre todo en las ceremonias fúnebres. A veces
incluso conseguían cazar un oso hormiguero.
Red de atarraya |
La comida era un verdadero
festín, siempre había algo delicioso que llevarse a la boca, ya fuera carne,
pescado, vegetales o frutas que crecían sin ayuda de nadie. El maíz era el
menos abundante pero estaba tan rico que pronto aprendieron a cultivarlo para
tenerlo disponible siempre que quisieran. Unos viajeros que venían de tierras
del norte, les enseñaron a utilizar bien ese grano para que fuera un buen
alimento. Primero había que cocerlo con agua y cal para después con esa masa
hacer tortillas, pero ellos también lo comían asado al fuego y estaba
igualmente delicioso.
Para cultivarlo su pueblo había
ideado unas herramientas hechas con grandes conchas marinas que hendían
fácilmente la blanda tierra. Ellos también colaboraban en esta tarea porque
siempre querían aprender nuevas cosas. Y casi sin darse cuenta ya eran adultos
y les llegaba la hora de emparejarse. A nadie se le ocurrió la idea de
buscarles pareja, todos sabían que eran el uno del otro sin lugar a dudas y
solo había que levantar su propia cabaña y disponer la fiesta de la unión en la
que todos sin excepción participarían.
Anzuelos |
Apenas había despuntado el día
cuando comenzaron la tarea. Alisaron
bien el terreno y cavaron una zanja circular donde asentar las ramas largas y
flexibles que dispusieron en alto alrededor de un punto central, amarrándolas
sólidamente. Luego fueron cubriendo el espacio entre ellas con hierba y otras
ramas más pequeñas hasta que la superficie quedó completamente cubierta. El
hueco de la puerta lo colocaron, al igual que las demás cabañas, en dirección nordeste
porque ese era el punto donde menos soplaba el viento. Cuando acabaron la
miraron con satisfacción y alegría. Les había quedado perfecta, tenía un
diámetro de un metro y medio, el tamaño ideal para estar cómodamente los días
de lluvia intensa y resguardarse del viento en las noches de la temporada seca.
Y su vida en común continuó sin
sobresaltos, cada día participaban en las tareas comunales, pescaban y se
bañaban en el mar entre risas y juegos. Otros días salían a cazar o a recoger
vegetales y aunque esta era una tarea que solían hacer solo las mujeres él las
acompañaba porque no quería estar separado de ella ni por un momento, seguía
teniendo en su mente la promesa que le hizo a la madre el día de su nacimiento.
Cabaña |
─ Tengo miedo- le dijo
─ No lo tengas, yo estoy aquí y
no me voy a separar de ti ni por un momento. Si tú mueres moriré contigo,
haremos el viaje juntos.
Así sucedió, ella hundió su cabeza en el pecho de él y la
cubrió con su brazo izquierdo. Él le
rodeó la cintura con su brazo derecho y le pasó la pierna derecha sobre la
cadera. Ella expiró y él se dejó morir sin moverse y sin dejar de acariciarla.
Los enterraron al lado de su
casa, con la cabeza hacia el este y respetando su postura. Sobre los cuerpos
depositaron seis piedras grandes para que les protegieran en el camino que
tenían que recorrer. Él tenía 25 años y ella 20 y no habían dejado de quererse
ni un solo día.
Vivieron en el extremo occidental
de la península de Santa Elena en Ecuador hace unos 10.000 años.
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