viernes, 22 de mayo de 2020

LOS AMANTES DE SUMPA


El niño tenía cinco años y esperaba expectante el nacimiento de la nueva criatura. Su cabaña estaba junto a la de la mujer que iba a parir y a él le gustaba mucho mirarla, era hermosa y cariñosa con él y siempre tenía algo para darle cuando estaba enfadado o triste, una concha bonita, un puñado de caracolillos de mar o una fruta.

Las mujeres entraban y salían de la cabaña apartándole cada vez con menos cariño, hasta que le gritaron que se fuera por ahí a jugar y dejara de molestar. Las mujeres siempre gritaban cuando estaban de parto, era lo normal, pero los gritos de esta le llegaban al alma y solo quería que aquello acabara de una vez. El llanto de un bebé acabó con todo aquello. Corrió hacia la puerta de la cabaña y en cuanto pudo, se coló dentro. La mujer lo vio y le llamó

─ Mira qué cosa tan bonita tengo para ti- le dijo mostrándole a la niña recién nacida.
─ ¿Para mí? – se asombró él. Yo no puedo darle la teta, ni bañarla, ni hacerle nada.
─ Bueno, todo eso lo haré yo pero tú podrás cuidar de ella y enseñarle todo lo que sabes porque eres mucho más mayor y para cuando ella pueda aprender cosas, aún lo serás más. ¿La cuidarás cuando yo esté ocupada?

Embarcación
El niño asintió muy seriamente y se propuso hacerlo sin dudarlo ni un momento. Cuando se madre salía a recolectar siempre la llevaba consigo atada a su espalda, a veces la dejaba en el suelo envuelta en una fina piel de zorro para descansar y adelantar el trabajo, entonces aparecía él, como de la nada, para sentarse a su lado mirándola fijamente. La madre sonreía y cuando acababa su tarea le daba una recompensa, una fruta o un puñado de bayas que él recogía agradecido aunque su mayor recompensa era mirar a aquél ser pequeñito que, cuando estaba despierta, le miraba fijamente y le dedicaba algún gorjeo. 

Al correr del tiempo el niño siguió fiel a su promesa y los dos se convirtieron en inseparables. Juntos iban a pescar y él le enseñó a hacer redes de atarraya con las que era muy fácil pescar en la misma orilla del mar o en los esteros, y anzuelos de espinas de cactus para pescar con caña desde las rocas donde batía el mar. A distinguir los caracoles más ricos de los que solo servían para jugar una vez vaciados o para hacer colgantes y también a cazar.

Al principio cazaban piezas pequeñas como ranas, sapos, culebras o lagartijas y cuando ya adquirieron maestría, loros, conejos o ardillas. Los venados y los antílopes estaban reservados para los hombres adultos pues su captura constituía todo un honor. Sin embargo los zorros estaban al alcance de los adolescentes que se afanaban en lograr esquivar la astucia de esos animales y hacerles caer en sus trampas. De ellos no solo se consumía la carne, la piel era muy apreciada así como los dientes que se utilizaban sobre todo en las ceremonias fúnebres. A veces incluso conseguían cazar un oso hormiguero.

Red de atarraya
Ambos habían desarrollado una gran habilidad para hacer sus armas de caza. Para las jabalinas y lanzas buscaban la madera más resistente y ligera a la vez, para que volara como el viento y se clavara con precisión en el blanco elegido. Los cuchillos para desollar las piezas cobradas los hacían con tiras de cañas que afilaban con sumo cuidado hasta que eran capaces de cortar una hoja en el aire.

La comida era un verdadero festín, siempre había algo delicioso que llevarse a la boca, ya fuera carne, pescado, vegetales o frutas que crecían sin ayuda de nadie. El maíz era el menos abundante pero estaba tan rico que pronto aprendieron a cultivarlo para tenerlo disponible siempre que quisieran. Unos viajeros que venían de tierras del norte, les enseñaron a utilizar bien ese grano para que fuera un buen alimento. Primero había que cocerlo con agua y cal para después con esa masa hacer tortillas, pero ellos también lo comían asado al fuego y estaba igualmente delicioso.

Para cultivarlo su pueblo había ideado unas herramientas hechas con grandes conchas marinas que hendían fácilmente la blanda tierra. Ellos también colaboraban en esta tarea porque siempre querían aprender nuevas cosas. Y casi sin darse cuenta ya eran adultos y les llegaba la hora de emparejarse. A nadie se le ocurrió la idea de buscarles pareja, todos sabían que eran el uno del otro sin lugar a dudas y solo había que levantar su propia cabaña y disponer la fiesta de la unión en la que todos sin excepción participarían.

Anzuelos
Una mañana fueron al bosque a buscar todo el material necesario para hacer su cabaña, sus amigos les acompañaron para poderlo llevar al poblado en el mismo día. Estaban tan impacientes por verla terminada que al regresar ya querían comenzar a levantarla, pero sus compañeros les hicieron ver que pronto se haría de noche y era mejor esperar al día siguiente.

Apenas había despuntado el día cuando comenzaron  la tarea. Alisaron bien el terreno y cavaron una zanja circular donde asentar las ramas largas y flexibles que dispusieron en alto alrededor de un punto central, amarrándolas sólidamente. Luego fueron cubriendo el espacio entre ellas con hierba y otras ramas más pequeñas hasta que la superficie quedó completamente cubierta. El hueco de la puerta lo colocaron, al igual que las demás cabañas, en dirección nordeste porque ese era el punto donde menos soplaba el viento. Cuando acabaron la miraron con satisfacción y alegría. Les había quedado perfecta, tenía un diámetro de un metro y medio, el tamaño ideal para estar cómodamente los días de lluvia intensa y resguardarse del viento en las noches de la temporada seca.

Y su vida en común continuó sin sobresaltos, cada día participaban en las tareas comunales, pescaban y se bañaban en el mar entre risas y juegos. Otros días salían a cazar o a recoger vegetales y aunque esta era una tarea que solían hacer solo las mujeres él las acompañaba porque no quería estar separado de ella ni por un momento, seguía teniendo en su mente la promesa que le hizo a la madre el día de su nacimiento.

Cabaña
Pero un día ella enfermó y nada pudo hacerse para que sanara. Se sintió morir y se abrazó a él con fuerza.
─ Tengo miedo- le dijo
─ No lo tengas, yo estoy aquí y no me voy a separar de ti ni por un momento. Si tú mueres moriré contigo, haremos el viaje juntos.

Así sucedió,  ella hundió su cabeza en el pecho de él y la cubrió con su  brazo izquierdo. Él le rodeó la cintura con su brazo derecho y le pasó la pierna derecha sobre la cadera. Ella expiró y él se dejó morir sin moverse y sin dejar de acariciarla.

Los enterraron al lado de su casa, con la cabeza hacia el este y respetando su postura. Sobre los cuerpos depositaron seis piedras grandes para que les protegieran en el camino que tenían que recorrer. Él tenía 25 años y ella 20 y no habían dejado de quererse ni un solo día.

Vivieron en el extremo occidental de la península de Santa Elena en Ecuador hace unos 10.000 años.




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