martes, 28 de julio de 2020

LAS AMAZONAS ESCITAS


Cuando su hija le anunció que iba a ser abuela, un único pensamiento cruzó su mente “que sea una niña”. Durante muchas generaciones sus antepasadas habían ido aportando a la familia mujeres continuadoras de  la estirpe, su hija parecía haberse negado a seguir esa línea tras parir dos varones seguidos y por eso ella se encaminó hasta la residencia de los Enarei[1] para encargar un sacrificio a la diosa Argimpasa. Las sacerdotisas que en tiempos anteriores habían servido a la diosa fueron reemplazadas por hombres, pero para no ofenderla en exceso vestían y trataban de comportarse como mujeres y aunque a ella nunca le había agradado esa sustitución se decidió por ella porque necesitaba toda la energía femenina que se pudiera recabar para que su deseo se cumpliera.

Diosa Argimpasa
Su elevada posición social le permitía elegir qué tipo de sacrificio quería realizar, en este caso además del caballo de las veces anteriores que no había dado el resultado apetecido, solicitó sacrificar a uno de los esclavos que estaban esperando ser vendidos a los griegos, un guerrero fuerte y joven. También eligió el caballo más hermoso que pudo encontrar y finalmente se acordó el día que se llevaría a cabo.

Ese día ella y su hija se vistieron con las mejores prendas, un pantalón ancho con apliques de fieltro, una blusa de cáñamo finamente tejido y  bordado y un abrigo con placas de metal dorado que brillaban al sol e impedían fijar la vista en ellas durante mucho tiempo. En la cabeza ella llevaba el cálato ceremonial propio de su rango.

Así vestidas se encaminaron al lugar del sacrificio. Los sacerdotes ataron las patas del caballo y uno de ellos se situó detrás, tiró de la cuerda y lo derribó invocando el nombre de Argimpasa, seguidamente procedió a estrangularlo con una cuerda. Una vez muerto se troceó y se puso a hervir. Mientras la carne se cocía, el esclavo fue degollado limpiamente. Con sumo cuidado y con la pericia que le proporcionaba la experiencia despellejó su rostro haciéndole un corte detrás de las orejas, y fue ofrecido a la diosa junto con la carne del animal y sus órganos vitales, arrojándolos delante de él.
Arco escita

El sometimiento del esclavo que no profirió ni una sola exclamación y afrontó el sacrificio sin cerrar los ojos, les pareció un buen augurio, había sido valiente hasta el final y eso seguro que había sido del agrado de la diosa. Madre e hija se retiraron llenas de esperanza.

Al día siguiente la mujer acudió a hablar con una de sus parientes que poseía el don de la profecía heredado de sus antepasadas chamanas. Aunque los hombres se habían adueñado de los rituales el don, como había venido sucediendo desde miles de años antes, se seguía transmitiendo por vía materna. Juntas acordaron reunirse con las mujeres más allegadas para darse un baño de vapor.

Recogieron las gordas cabezuelas de las amapolas blancas que crecían en los prados y las cocieron en un gran caldero que trasladaron a la yurta donde se tomaban los baños de vapor. Una vez dentro se sentaron desnudas formando un círculo, arrojaron a las piedras ardientes un puñado de semillas, ramas y hojas de cannabis y bebieron del caldero. Al cabo de un tiempo la descendiente de chamanas entró en trance y profetizó una serie de sucesos que acaecerían en un futuro no muy lejano. La mujer le preguntó el sexo de la criatura que esperaba su hija y cuando ella le dijo que iba a ser una hembra, respiró aliviada, sus predicciones nunca fallaban. Y así fue, la hija no defraudó a nadie y parió una niña hermosa y sana.
Cerámica del túmulo

En cuanto fue capaz de sentarse por sí misma, su madre y su abuela se turnaron para llevarla a caballo, aprendió a montar antes que a caminar y cuando cumplió los tres años la abuela le confeccionó un pequeño arco compuesto como el que usaban los adultos y empezó su entrenamiento. Al cumplir los diez años era capaz de controlar al caballo solo con las piernas mientras cargaba el arco, apuntaba y disparaba haciendo blanco. Su abuela estaba muy orgullosa de ella, prometía convertirse en una de las mejores amazonas que jamás se habían visto.

Cuando finalizaba su entrenamiento, lo primero que tenía que hacer era cuidar de su montura, una yegua pequeña y nerviosa a la que estaba íntimamente unida. La cepillaba con energía, como sabía que a ella le gustaba y luego peinaba su cola y le hacía varias trenzas que al galopar parecían serpientes en movimiento. Después le daba de comer y de beber y entonces ya llegaba el tiempo de hacerlo ella misma, un buen trozo de queso de leche de yegua y una jarra de kumis[2] era todo lo que necesitaba para sentirse bien. Después tenía que ocuparse de sus botas de montar, sin las cuales no sería posible hacer equilibrios sobre el caballo; para nutrirlas utilizaba la nata que se formaba en las jarras de leche de yegua y con ella y un trozo de fieltro las frotaba hasta hacerlas relucir. Después llegaba la hora de descansar.
Espejo y puntas de lanza

La habilidad de la niña fue creciendo exponencialmente, estaba realmente dotada para la monta y las acrobacias y ya había ganado varios premios en las competiciones locales. Su fama se fue extendiendo por todas las tribus y fue invitada a participar en competiciones cada vez más alejadas de su tierra. Su abuela y su madre la acompañaban y cuidaban de que estuviera bien preparada, se había convertido en su máximo orgullo.

Cuando cumplió 13 años recibió varios regalos, un espejo de bronce, un brazalete de cuentas de vidrio y un caballo de bella estampa, joven y brioso. Inmediatamente lo montó y salió al galope emitiendo gritos de victoria como los que se lanzaban cuando se ganaba una batalla, tal era su felicidad, porque eso significaba el regalo, a partir de ese momento se la consideraba capaz de ir a luchar. Volvió grupas para coger su arco, carcaj y flechas y salió de nuevo disparada a practicar su puntería mientras se ponía de pie sobre el lomo del caballo al galope o se descolgaba quedando a ras de tierra sin bajar la velocidad, agarrándose únicamente de las crines. Todos los presentes la miraron evolucionar embelesados, era única en su género.
Izda. reconstrucción del cálato. Dcha. los restos

A la mañana siguiente se encaminó hasta el barco en el que llegaban los esclavos que en unos días trasladarían a Grecia, quería ver si alguno le gustaba lo bastante como para pedir a su abuela que se lo regalara, lo quería como asistente, si iba a ir a la batalla necesitaba uno bien fuerte. Anduvo entre todos, palpando sus músculos y mirándoles a los ojos, ella se preciaba de saber escoger a las personas por su forma de mirar, pero no encontró ninguno que la satisficiera.

Al día siguiente uno de los esclavos cayó gravemente enfermo y murió sin que nadie pudiera hacer nada por él. A los pocos días la que enfermó fue ella. Con la cara roja por la fiebre elevadísima y una singular falta de fuerza cayó al suelo. Rápidamente la llevaron junto a su madre y su abuela que se turnaron para atenderla día y noche, mojando sus labios en agua fresca y cambiando las compresas empapadas en agua que le ponían para tratar de bajar la fiebre. Pero no mejoró y pronto cayeron enfermas las otras dos mujeres y la criada que les atendía. Ante el estupor de toda la tribu no tardaron en morir.
Cálato, detalle

El túmulo que estaba ya preparado para la abuela las acogió a las tres. La abuela fue enterrada con su cálato de oro, hecho con un 70% de ese metal, cobre, plata y una mínima porción de hierro y decorado con motivos florales y ánforas colgando del borde inferior. La madre recibió su cuchillo, puntas de flecha, arco y carcaj. A la muchacha le pusieron en la mano la copa griega de laca negra en la que bebió sus últimos sorbos de agua y los regalos que había recibido en su cumpleaños, el espejo de bronce y el brazalete junto con un par de lanzas. Para las tres depositaron un garfio en forma de pájaro, aperos para las caballerías, ganchos de hierro para colgar las riendas, cuchillos de hierro y puntas de flecha. Como era preceptivo, llevaron varios recipientes llenos de comida y bebida.

Antes de llevar a cabo los sacrificios animales, colocaron las piernas de la muchacha en posición de montar para lo cual le cortaron los tendones de las piernas, así podría seguir cabalgando en su viaje al más allá y por toda la eternidad.

Este ritual se llevó a cabo en el distrito Ostrogozhski de la región de Voronezh, junto al curso medio del río Don (Rusia) hace unos 2.500 años.
El enterramiento



[1] Casta de sacerdotes que se suponía habían recibido el don de la profecía de la diosa Argimpasa. Vestían de mujer y su nombre quería decir hombre-mujer.
[2] Bebida ligeramente alcohólica a base de yogur. Actualmente se elabora sin alcohol.

miércoles, 15 de julio de 2020

LA MINERA DEL YUCATÁN


Cuando después de un parto prolongado  la mujer miró a su criatura, un par de gruesas lágrimas surcaron sus mejillas, dos y ni una más. Solo un momento para lamentar la venida al mundo de más mano de obra para la mina y luego una sonrisa para recibirla con alegría, a pesar de todo.

Reconstrucción del rostro de la minera
Al día siguiente ya estaban las dos de camino a la mina que abastecía de ocre a  las comunidades que vivían alrededor y a los viajeros que llegaban hasta ellos atraídos por la fama de buena calidad que tenía el material. El trabajo requería una cierta especialización, saber sacar el mineral sin destrozarlo o saber usar las herramientas. Estas solían ser de piedra pero cuando se rompían en plena faena, se improvisaban otras cortando las estalactitas o estalagmitas que abundaban en la cueva. Esa especialización hacía que el trabajo pasara de una generación a la siguiente casi sin darse cuenta. El camino hasta las vetas de ocre tampoco era sencillo, muy a menudo se encontraban a cientos de metros de la entrada y había que colocar mojones en las ramificaciones para no perderse.

 La madre llevaba con ella a su hijita recién nacida y solo paraba de trabajar para darle de mamar junto a un hachón encendido y la niña mamaba la leche mezclada con el fino polvo que se extendía por todo el ambiente sellando así su destino.

Otras no lo tenían mucho más fácil. El agua era un bien escaso, no había ríos salvo los arroyos estacionales que corrían rápidos cargados de piedras, raíces y tierra. El agua que apenas corría por la superficie, lo hacía a raudales por debajo de la tierra formando ríos subterráneos o acumulándose en cenotes y alguien tenía que ir a buscarla. Los aguadores preferían adentrarse en cuevas donde el manantial aparecía, antes que descolgarse por los cenotes.  A veces el agua se encontraba en lo más profundo de la cueva o había que reptar por debajo de las formaciones rocosas sorteando todos los obstáculos a su paso y al mismo tiempo cuidando de los hachones encendidos que alumbraban su avance. Ellos también necesitaban el ocre, hacían una pasta y con ella se cubrían el cuerpo para protegerlo de las chispas ardientes que soltaban los hachones.

El cráneo de la minera
Pero por trabajoso que fuera sacar el agua de las cuevas, era peor sacarla del cenote. Para llegar a ella había que descolgarse con una cuerda cargando a la espalda los recipientes de sisal bien trenzado y recubierto de arcilla, llenarlos y volver a subir con cuidado de no derramar el líquido que tanto les costaba sacar. Luego había que llevarlo a dónde se necesitaba.

En ocasiones la cuerda se rompía y el aguador se hundía en el agua oscura en cuyo fondo reposaban los huesos de animales que nadie había visto nunca. Los que lo habían hecho hablaban de grandes cabezas con enormes dientes que sobresalían amenazadoramente y de huesos imposibles de imaginar dentro de un animal, a no ser que este fuera gigantesco y ni los más viejos que atesoraban historias de tiempos lejanos, sabían de nada igual.

La vida en la superficie era menos dura, por lo menos disfrutaban de la luz del día mientras recorrían kilómetros hasta reunir lo suficiente para alimentar al grupo, pero la tarea les llevaba tiempo y no poco esfuerzo. Recogían plantas silvestres como el amaranto o la chía y cazaban pequeños animales como mapaches, zarigüeyas, topos, comadrejas, ardillas o ranas. Por mucho que se esforzaran el alimento nunca era suficiente por lo que desconocían la sensación de estar saciado diariamente y solo en algunas ocasiones, cuando habían logrado cazar un animal grande como un venado o un pecarí podían decir “no voy a comer más”.

A veces la mujer minera deseaba haber nacido en una familia de recolectores, así podría mirar al horizonte iluminado por la luz del sol, o mojarse con el agua de la lluvia sin que le dejara regueros en la piel al arrastrar el polvo que la cubría de manera perenne. Pero ese era su destino y no tenía más remedio que aceptarlo por eso miraba a su hijita con pena y callaba ante los demás, nunca lo entenderían.

Cuando la niña estuvo destetada, pudo quedarse durante el día con el grupo de abuelas junto con los demás niños del grupo. Ellas les enseñaban todo lo que iban a necesitar saber en su vida y por la noche, ante un gran fuego escuchaban las historias que habían ido atesorando generación tras generación. Les hablaban de aquel viaje que habían comenzado muchas generaciones atrás. De cómo habían salido de tierras muy frías, tanto que era difícil de creer y de cómo habían ido recorriendo distancias, parando ora aquí ora allá, buscando los lugares donde abundaban los animales hasta llegar al lugar donde ahora se encontraban.
Hoyo Negro

Una vez que la niña hubo crecido hasta ser capaz de llevar una carga, empezó su trabajo en la mina. Su madre le enseñó cuanto tenía que saber y, al igual que al principio de su vida, entró con ella en la cueva para no abandonarla jamás. Mientras trabajaba soñaba con la llegada de la noche en la que se tumbaría boca arriba para mirar las estrellas, las mismas que habían mirado sus remotos antepasados y soñaría con hacer el viaje a la inversa hasta llegar a aquellas tierras cubiertas por algo que llamaban nieve o hielo, no sabía cuál podía ser la diferencia entre ambos pero sabía que eran capaces de matar a alguien que quedara dormido sobre ellos. Sabía que era un sueño imposible de realizar, ellos habían salido en grupo y ella estaba sola, pero recreaba los diferentes escenarios por los que transcurría el relato y se imaginaba tierras llenas de frutas jugosas que aplacaban la sed más persistente.

Como cada amanecer, la niña junto con el grupo de mineros, se encaminó a su tarea, hacía solo unos días que había tenido su primera menstruación y aunque el grupo lo había celebrado con bailes, canciones y algo de comida extra, ella sentía una extraña desazón que no sabía a qué atribuir pero que en parte asociaba a las miradas que desde hacía algún tiempo, le lanzaba uno de los mineros cuando estaban cerca. Le hacían sentirse incómoda y temerosa, ella era pequeñita, de miembros finos que le hacían parecer frágil y él era mucho más grande que ella y tenía bien marcados los músculos. Si quisiera retenerla ella no tendría nada que hacer. Y aquella especie de presentimiento terminó cumpliéndose ese mismo día.

El minero se acercó al sitio donde ella trabajaba para ofrecerle una de las frutas que había llevado consigo. Ella, siempre hambrienta, la tomó con avidez y apenas le había dado un bocado cuando él se abalanzó tumbándola y tapando su boca con una de aquellas grandes manos. Antes de que pudiera pensar en resistirse de alguna manera, él la había penetrado y gimiendo la embistió sin piedad. El dolor fue tan insoportable que por un momento perdió el conocimiento. Lo recobró cuando él se retiró y volvió a su puesto en la mina.

Tigre dientes de sable en Hoyo Negro
La sangre le corría por las piernas y el dolor le llegaba hasta lo más hondo, lloró y lloró como la niña que todavía era. Cuando su madre se reunió con ella para compartir la escasa comida, supo lo que había pasado y juró que se lo haría pagar. Al llegar la noche contó lo sucedido al grupo de ancianos y ancianas que dirimían los conflictos y ellos decidieron expulsarlo del grupo, la violencia no era admitida entre ellos.

Pero para ella siguió teniendo consecuencias, se había quedado embarazada. Su cuerpo tan inmaduro y tan pequeño fue capaz, a duras penas, de parir a un niño que murió a los pocos días. A partir de ese momento dejó de soñar y su vida continuó sin ningún estímulo hasta que un día el hachón se le apagó y cuando iba a volver a encenderlo con uno de los que dejaban para ese fin, el suelo se hundió bajo sus pies y cayó hasta lo más profundo de otra cueva que se abría debajo. Lo último que vio fue el cráneo de un animal de grandes colmillos que pareció sonreírle. 

Se encontraba en el estado de Quintana Roo, en la península del Yucatán (México) en lo que hoy es una cueva sumergida que se conoce como Hoyo Negro y ya han pasado 12.800 años.