sábado, 26 de enero de 2013

EL TALLER DE LA ARTESANA

Aquella mañana salió muy temprano, antes incluso que el sol. Tenía prisa por llegar hasta la cueva que había encontrado el día anterior. Creía que tenía el tamaño adecuado para instalar allí su taller y se encontraba tan cerca del río, a unos escasos 50 metros por encima del lecho, que la recogida de material para hacer colgantes, sería tan fácil como cantar. Ya se había fijado en los abundantes cantos negros y brillantes por el paso del agua, que alfombraban las orillas del río. El propio sudor del cuerpo les haría recobrar ese brillo cuando colgasen del cuello.

Llegó cuando la luz ya iluminaba la entrada de forma triangular, como el pubis femenino y ese era un detalle importante. Estaba orientada al noroeste y tenía una altura de seis metros y una anchura de unos dos y medio. Aunque ella no contaba en metros, eso vendría muchos miles de años después, ese era el tamaño que tenía y sigue teniendo la caverna. 

La entrada, de unos treinta y cuatro metros cuadrados y algo más de diez de altura, era de forma cónica. En su lado sur, se abría un estrecho pasillo de apenas un metro de altura. Sacó la bolsa de cuero suave que llevaba dentro de otra mayor, hecha de cuerdas entrelazadas y de su interior, extrajo las piedras de hacer fuego y el hongo seco que le servía para prender rápidamente. Hizo un pequeño fuego y encendió la lámpara de piedra rellena con tuétano que llevaba preparada. 

Se adentró en el interior y se encontró con una sala circular de unos siete metros de diámetro, cubierta por un techo abovedado de no más de dos metros de altura. Interpretó la forma circular como un buen presagio. El suelo, de arcilla amarilla, estaba impoluto. Nadie había penetrado allí antes que ella y esa también era una buena señal. Más hacia el interior se abría otra sala, pero ella tenía bastante con aquella. Era justo lo que había estado buscando. 

Recogió en los alrededores el material que necesitaba para acondicionarla y, aunque sus compañeros hubieran estado encantados de ayudarla, hizo todo el trabajo sola porque así lo requería su tarea. De sus manos iban a salir los collares que colgarían de sus cuellos, no como un simple adorno, aunque les dotaba de belleza y armonía, sino para otorgarles protección, fuerza y coraje cuando lo necesitasen. Nadie debía intervenir, la cueva tenía que contar solamente con su energía. Así debía ser. 

En los días sucesivos acondicionó el suelo con pequeñas piedras de caliza perfectamente encajadas. En la base del terreno arcilloso excavó un hogar y a su lado colocó una piedra cóncava para utilizarla como asiento y la calzó con otra grande para dotarla de estabilidad. Al lado creó un espacio a modo de despensa, para almacenar comida con la que alimentarse en los largos días de trabajo que le esperaban. Colocó una reserva de lápices de ocre junto a la entrada a la otra cavidad, para utilizarlos cuando fuera necesario. Una vez concluida la obra saldría en busca de material y empezaría a trabajar. 

Recorrió el lecho del río hasta encontrar los cantos que quería, tenía muy claro cómo debían ser, no para ahorrarse trabajo, se trataba de retocar lo que la propia naturaleza había formado, no de doblegarla para que se adaptara a su idea. Los quería de un color único, intenso, sin mancha alguna. Negros como el interior de las cuevas, como la noche sin estrellas, como el miedo que a veces embargaba a su pueblo, para conjurarlo. 

En los días siguientes trabajó cada día, desplazándose desde las cuevas donde vivía con el resto de sus compañeros, hasta aquella que había elegido como su taller. La primera pieza que salió de sus manos, fue una forma femenina. La quería para ella misma, la llevaría colgada mientras trabajara las demás, le ayudaría a inspirarse. Para ello escogió un delgado canto del río, que talló y pulió cuidadosamente. 

Continuó dando forma, puliendo y grabando las piedras seleccionadas. Creó veintitrés colgantes, todos diferentes. Unos de forma rectangular, otros apuntados, otro que recordaba a un canino de ciervo de gran tamaño. Y doce más que unió en un collar de metro y medio de longitud, rematado en dos piezas pequeñas perforadas naturalmente. También limpió cuidadosamente tres incisivos de cabra, hizo una doble perforación en la raíz y los decoró con trazos transversales. Finalmente los cubrió de ocre rojo y los unió en un único collar, de forma que la decoración se pudiera ver de frente. 

Algunas piezas se rompieron al final, al hacerles la perforación para suspenderlos. Cuando le sucedía, le daba tanta rabia que los arrojaba al suelo abandonándolos. 

Una vez concluido el trabajo, pasó a la sala interior que hasta entonces no había hollado, la limpió y barrió escrupulosamente el suelo de arcilla amarilla sobre el que depositó cuidadosamente el gran collar. A una cierta distancia colocó otro formado por dos piezas. 

Nunca sabremos por qué lo hizo ni por qué nunca regresó, tampoco por qué dejó todo impecable, apenas unos restos de huesos quemados en el hogar, los restos de una comida. Pero sabemos que estuvo allí muchas horas, que trabajó meticulosamente siguiendo unas pautas bien establecidas y que tenía una técnica depurada., además de un gran sentido de la estética y presuponemos que era una mujer por razones que harían este relato casi interminable. Solo espero que creáis lo que os digo, o no. Poco importa. La cueva es la de Praileaitz, el río es el Deba y todo esto sucedió hace unos 20.000 años.