Cuando después de un parto
prolongado la mujer miró a su criatura,
un par de gruesas lágrimas surcaron sus mejillas, dos y ni una más. Solo un
momento para lamentar la venida al mundo de más mano de obra para la mina y
luego una sonrisa para recibirla con alegría, a pesar de todo.
Reconstrucción del rostro de la minera |
Al día siguiente ya estaban las
dos de camino a la mina que abastecía de ocre a las comunidades que vivían alrededor y a los
viajeros que llegaban hasta ellos atraídos por la fama de buena calidad que
tenía el material. El trabajo requería una cierta especialización, saber sacar
el mineral sin destrozarlo o saber usar las herramientas. Estas solían ser de
piedra pero cuando se rompían en plena faena, se improvisaban otras cortando las
estalactitas o estalagmitas que abundaban en la cueva. Esa especialización
hacía que el trabajo pasara de una generación a la siguiente casi sin darse
cuenta. El camino hasta las vetas de ocre tampoco era sencillo, muy a menudo se
encontraban a cientos de metros de la entrada y había que colocar mojones en
las ramificaciones para no perderse.
La madre llevaba con ella a su hijita recién
nacida y solo paraba de trabajar para darle de mamar junto a un hachón
encendido y la niña mamaba la leche mezclada con el fino polvo que se extendía
por todo el ambiente sellando así su destino.
Otras no lo tenían mucho más
fácil. El agua era un bien escaso, no había ríos salvo los arroyos estacionales
que corrían rápidos cargados de piedras, raíces y tierra. El agua que apenas
corría por la superficie, lo hacía a raudales por debajo de la tierra formando
ríos subterráneos o acumulándose en cenotes y alguien tenía que ir a buscarla.
Los aguadores preferían adentrarse en cuevas donde el manantial aparecía, antes
que descolgarse por los cenotes. A veces
el agua se encontraba en lo más profundo de la cueva o había que reptar por debajo
de las formaciones rocosas sorteando todos los obstáculos a su paso y al mismo
tiempo cuidando de los hachones encendidos que alumbraban su avance. Ellos
también necesitaban el ocre, hacían una pasta y con ella se cubrían el cuerpo
para protegerlo de las chispas ardientes que soltaban los hachones.
El cráneo de la minera |
Pero por trabajoso que fuera
sacar el agua de las cuevas, era peor sacarla del cenote. Para llegar a ella había
que descolgarse con una cuerda cargando a la espalda los recipientes de sisal
bien trenzado y recubierto de arcilla, llenarlos y volver a subir con cuidado
de no derramar el líquido que tanto les costaba sacar. Luego había que llevarlo
a dónde se necesitaba.
En ocasiones la cuerda se rompía
y el aguador se hundía en el agua oscura en cuyo fondo reposaban los huesos de
animales que nadie había visto nunca. Los que lo habían hecho hablaban de grandes
cabezas con enormes dientes que sobresalían amenazadoramente y de huesos
imposibles de imaginar dentro de un animal, a no ser que este fuera gigantesco
y ni los más viejos que atesoraban historias de tiempos lejanos, sabían de nada
igual.
La vida en la superficie era
menos dura, por lo menos disfrutaban de la luz del día mientras recorrían
kilómetros hasta reunir lo suficiente para alimentar al grupo, pero la tarea
les llevaba tiempo y no poco esfuerzo. Recogían plantas silvestres como el
amaranto o la chía y cazaban pequeños animales como mapaches, zarigüeyas,
topos, comadrejas, ardillas o ranas. Por mucho que se esforzaran el alimento
nunca era suficiente por lo que desconocían la sensación de estar saciado
diariamente y solo en algunas ocasiones, cuando habían logrado cazar un animal
grande como un venado o un pecarí podían decir “no voy a comer más”.
A veces la mujer minera deseaba
haber nacido en una familia de recolectores, así podría mirar al horizonte
iluminado por la luz del sol, o mojarse con el agua de la lluvia sin que le
dejara regueros en la piel al arrastrar el polvo que la cubría de manera
perenne. Pero ese era su destino y no tenía más remedio que aceptarlo por eso
miraba a su hijita con pena y callaba ante los demás, nunca lo entenderían.
Cuando la niña estuvo destetada,
pudo quedarse durante el día con el grupo de abuelas junto con los demás niños
del grupo. Ellas les enseñaban todo lo que iban a necesitar saber en su vida y
por la noche, ante un gran fuego escuchaban las historias que habían ido
atesorando generación tras generación. Les hablaban de aquel viaje que habían
comenzado muchas generaciones atrás. De cómo habían salido de tierras muy
frías, tanto que era difícil de creer y de cómo habían ido recorriendo
distancias, parando ora aquí ora allá, buscando los lugares donde abundaban los
animales hasta llegar al lugar donde ahora se encontraban.
Hoyo Negro |
Una vez que la niña hubo crecido
hasta ser capaz de llevar una carga, empezó su trabajo en la mina. Su madre le
enseñó cuanto tenía que saber y, al igual que al principio de su vida, entró
con ella en la cueva para no abandonarla jamás. Mientras trabajaba soñaba con
la llegada de la noche en la que se tumbaría boca arriba para mirar las
estrellas, las mismas que habían mirado sus remotos antepasados y soñaría con
hacer el viaje a la inversa hasta llegar a aquellas tierras cubiertas por algo
que llamaban nieve o hielo, no sabía cuál podía ser la diferencia entre ambos
pero sabía que eran capaces de matar a alguien que quedara dormido sobre ellos.
Sabía que era un sueño imposible de realizar, ellos habían salido en grupo y
ella estaba sola, pero recreaba los diferentes escenarios por los que
transcurría el relato y se imaginaba tierras llenas de frutas jugosas que aplacaban
la sed más persistente.
Como cada amanecer, la niña junto
con el grupo de mineros, se encaminó a su tarea, hacía solo unos días que había
tenido su primera menstruación y aunque el grupo lo había celebrado con bailes,
canciones y algo de comida extra, ella sentía una extraña desazón que no sabía
a qué atribuir pero que en parte asociaba a las miradas que desde hacía algún
tiempo, le lanzaba uno de los mineros cuando estaban cerca. Le hacían sentirse
incómoda y temerosa, ella era pequeñita, de miembros finos que le hacían
parecer frágil y él era mucho más grande que ella y tenía bien marcados los
músculos. Si quisiera retenerla ella no tendría nada que hacer. Y aquella
especie de presentimiento terminó cumpliéndose ese mismo día.
El minero se acercó al sitio
donde ella trabajaba para ofrecerle una de las frutas que había llevado consigo.
Ella, siempre hambrienta, la tomó con avidez y apenas le había dado un bocado
cuando él se abalanzó tumbándola y tapando su boca con una de aquellas grandes
manos. Antes de que pudiera pensar en resistirse de alguna manera, él la había penetrado
y gimiendo la embistió sin piedad. El dolor fue tan insoportable que por un
momento perdió el conocimiento. Lo recobró cuando él se retiró y volvió a su
puesto en la mina.
Tigre dientes de sable en Hoyo Negro |
La sangre le corría por las
piernas y el dolor le llegaba hasta lo más hondo, lloró y lloró como la niña
que todavía era. Cuando su madre se reunió con ella para compartir la escasa
comida, supo lo que había pasado y juró que se lo haría pagar. Al llegar la
noche contó lo sucedido al grupo de ancianos y ancianas que dirimían los
conflictos y ellos decidieron expulsarlo del grupo, la violencia no era
admitida entre ellos.
Pero para ella siguió teniendo
consecuencias, se había quedado embarazada. Su cuerpo tan inmaduro y tan
pequeño fue capaz, a duras penas, de parir a un niño que murió a los pocos
días. A partir de ese momento dejó de soñar y su vida continuó sin ningún
estímulo hasta que un día el hachón se le apagó y cuando iba a volver a
encenderlo con uno de los que dejaban para ese fin, el suelo se hundió bajo sus
pies y cayó hasta lo más profundo de otra cueva que se abría debajo. Lo último
que vio fue el cráneo de un animal de grandes colmillos que pareció sonreírle.
Se encontraba en el estado de
Quintana Roo, en la península del Yucatán (México) en lo que hoy es una cueva
sumergida que se conoce como Hoyo Negro y ya han pasado 12.800 años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario