miércoles, 15 de julio de 2020

LA MINERA DEL YUCATÁN


Cuando después de un parto prolongado  la mujer miró a su criatura, un par de gruesas lágrimas surcaron sus mejillas, dos y ni una más. Solo un momento para lamentar la venida al mundo de más mano de obra para la mina y luego una sonrisa para recibirla con alegría, a pesar de todo.

Reconstrucción del rostro de la minera
Al día siguiente ya estaban las dos de camino a la mina que abastecía de ocre a  las comunidades que vivían alrededor y a los viajeros que llegaban hasta ellos atraídos por la fama de buena calidad que tenía el material. El trabajo requería una cierta especialización, saber sacar el mineral sin destrozarlo o saber usar las herramientas. Estas solían ser de piedra pero cuando se rompían en plena faena, se improvisaban otras cortando las estalactitas o estalagmitas que abundaban en la cueva. Esa especialización hacía que el trabajo pasara de una generación a la siguiente casi sin darse cuenta. El camino hasta las vetas de ocre tampoco era sencillo, muy a menudo se encontraban a cientos de metros de la entrada y había que colocar mojones en las ramificaciones para no perderse.

 La madre llevaba con ella a su hijita recién nacida y solo paraba de trabajar para darle de mamar junto a un hachón encendido y la niña mamaba la leche mezclada con el fino polvo que se extendía por todo el ambiente sellando así su destino.

Otras no lo tenían mucho más fácil. El agua era un bien escaso, no había ríos salvo los arroyos estacionales que corrían rápidos cargados de piedras, raíces y tierra. El agua que apenas corría por la superficie, lo hacía a raudales por debajo de la tierra formando ríos subterráneos o acumulándose en cenotes y alguien tenía que ir a buscarla. Los aguadores preferían adentrarse en cuevas donde el manantial aparecía, antes que descolgarse por los cenotes.  A veces el agua se encontraba en lo más profundo de la cueva o había que reptar por debajo de las formaciones rocosas sorteando todos los obstáculos a su paso y al mismo tiempo cuidando de los hachones encendidos que alumbraban su avance. Ellos también necesitaban el ocre, hacían una pasta y con ella se cubrían el cuerpo para protegerlo de las chispas ardientes que soltaban los hachones.

El cráneo de la minera
Pero por trabajoso que fuera sacar el agua de las cuevas, era peor sacarla del cenote. Para llegar a ella había que descolgarse con una cuerda cargando a la espalda los recipientes de sisal bien trenzado y recubierto de arcilla, llenarlos y volver a subir con cuidado de no derramar el líquido que tanto les costaba sacar. Luego había que llevarlo a dónde se necesitaba.

En ocasiones la cuerda se rompía y el aguador se hundía en el agua oscura en cuyo fondo reposaban los huesos de animales que nadie había visto nunca. Los que lo habían hecho hablaban de grandes cabezas con enormes dientes que sobresalían amenazadoramente y de huesos imposibles de imaginar dentro de un animal, a no ser que este fuera gigantesco y ni los más viejos que atesoraban historias de tiempos lejanos, sabían de nada igual.

La vida en la superficie era menos dura, por lo menos disfrutaban de la luz del día mientras recorrían kilómetros hasta reunir lo suficiente para alimentar al grupo, pero la tarea les llevaba tiempo y no poco esfuerzo. Recogían plantas silvestres como el amaranto o la chía y cazaban pequeños animales como mapaches, zarigüeyas, topos, comadrejas, ardillas o ranas. Por mucho que se esforzaran el alimento nunca era suficiente por lo que desconocían la sensación de estar saciado diariamente y solo en algunas ocasiones, cuando habían logrado cazar un animal grande como un venado o un pecarí podían decir “no voy a comer más”.

A veces la mujer minera deseaba haber nacido en una familia de recolectores, así podría mirar al horizonte iluminado por la luz del sol, o mojarse con el agua de la lluvia sin que le dejara regueros en la piel al arrastrar el polvo que la cubría de manera perenne. Pero ese era su destino y no tenía más remedio que aceptarlo por eso miraba a su hijita con pena y callaba ante los demás, nunca lo entenderían.

Cuando la niña estuvo destetada, pudo quedarse durante el día con el grupo de abuelas junto con los demás niños del grupo. Ellas les enseñaban todo lo que iban a necesitar saber en su vida y por la noche, ante un gran fuego escuchaban las historias que habían ido atesorando generación tras generación. Les hablaban de aquel viaje que habían comenzado muchas generaciones atrás. De cómo habían salido de tierras muy frías, tanto que era difícil de creer y de cómo habían ido recorriendo distancias, parando ora aquí ora allá, buscando los lugares donde abundaban los animales hasta llegar al lugar donde ahora se encontraban.
Hoyo Negro

Una vez que la niña hubo crecido hasta ser capaz de llevar una carga, empezó su trabajo en la mina. Su madre le enseñó cuanto tenía que saber y, al igual que al principio de su vida, entró con ella en la cueva para no abandonarla jamás. Mientras trabajaba soñaba con la llegada de la noche en la que se tumbaría boca arriba para mirar las estrellas, las mismas que habían mirado sus remotos antepasados y soñaría con hacer el viaje a la inversa hasta llegar a aquellas tierras cubiertas por algo que llamaban nieve o hielo, no sabía cuál podía ser la diferencia entre ambos pero sabía que eran capaces de matar a alguien que quedara dormido sobre ellos. Sabía que era un sueño imposible de realizar, ellos habían salido en grupo y ella estaba sola, pero recreaba los diferentes escenarios por los que transcurría el relato y se imaginaba tierras llenas de frutas jugosas que aplacaban la sed más persistente.

Como cada amanecer, la niña junto con el grupo de mineros, se encaminó a su tarea, hacía solo unos días que había tenido su primera menstruación y aunque el grupo lo había celebrado con bailes, canciones y algo de comida extra, ella sentía una extraña desazón que no sabía a qué atribuir pero que en parte asociaba a las miradas que desde hacía algún tiempo, le lanzaba uno de los mineros cuando estaban cerca. Le hacían sentirse incómoda y temerosa, ella era pequeñita, de miembros finos que le hacían parecer frágil y él era mucho más grande que ella y tenía bien marcados los músculos. Si quisiera retenerla ella no tendría nada que hacer. Y aquella especie de presentimiento terminó cumpliéndose ese mismo día.

El minero se acercó al sitio donde ella trabajaba para ofrecerle una de las frutas que había llevado consigo. Ella, siempre hambrienta, la tomó con avidez y apenas le había dado un bocado cuando él se abalanzó tumbándola y tapando su boca con una de aquellas grandes manos. Antes de que pudiera pensar en resistirse de alguna manera, él la había penetrado y gimiendo la embistió sin piedad. El dolor fue tan insoportable que por un momento perdió el conocimiento. Lo recobró cuando él se retiró y volvió a su puesto en la mina.

Tigre dientes de sable en Hoyo Negro
La sangre le corría por las piernas y el dolor le llegaba hasta lo más hondo, lloró y lloró como la niña que todavía era. Cuando su madre se reunió con ella para compartir la escasa comida, supo lo que había pasado y juró que se lo haría pagar. Al llegar la noche contó lo sucedido al grupo de ancianos y ancianas que dirimían los conflictos y ellos decidieron expulsarlo del grupo, la violencia no era admitida entre ellos.

Pero para ella siguió teniendo consecuencias, se había quedado embarazada. Su cuerpo tan inmaduro y tan pequeño fue capaz, a duras penas, de parir a un niño que murió a los pocos días. A partir de ese momento dejó de soñar y su vida continuó sin ningún estímulo hasta que un día el hachón se le apagó y cuando iba a volver a encenderlo con uno de los que dejaban para ese fin, el suelo se hundió bajo sus pies y cayó hasta lo más profundo de otra cueva que se abría debajo. Lo último que vio fue el cráneo de un animal de grandes colmillos que pareció sonreírle. 

Se encontraba en el estado de Quintana Roo, en la península del Yucatán (México) en lo que hoy es una cueva sumergida que se conoce como Hoyo Negro y ya han pasado 12.800 años.







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