miércoles, 13 de marzo de 2013

LA FAMILIA

Cuando amaneció el nuevo día, me sentí tremendamente cansada, llevaba ya más de diez trabajando apenas sin descanso. Había tanto que preparar para ir hasta el santuario junto al río, que no se podía parar ni un momento. Pero la visita merecía la pena, era uno de los acontecimientos más esperados del año. Visitarlo y asistir a las ceremonias que allí se celebraban hacía que las fuerzas se renovaran. 
El santuario está situado en un punto alto y se ve desde lejos. Impresionan sus altas paredes de madera que brillan cuando les da la luz del sol, porque todos estuvimos trabajando en ellas, puliéndolas hasta que quedaron tan lisas que las manos podían deslizarse de principio a fin. Al acercarte ves sus tres puertas, bellamente labradas y te das cuenta de que son dos las empalizadas circulares, una dentro de la otra, que custodian el lugar donde se reúnen los hombres y mujeres que conocen los secretos del sol y las estrellas. La más exterior tiene 71 m de diámetro y la de dentro 56 y están rodeadas por una gran zanja, también circular, porque el sol y las estrellas también lo son, incluso la luna, aunque no siempre lo parezca. 
Allí nos reunimos, junto con las gentes de otros poblados, para ver cómo el primer rayo de sol entra por la gran puerta que se abre en el lado sudeste y nos quedamos para ver cómo se pone por la puerta que se abre mirando al suroeste. Eso solo sucede el día más corto del año y significa que, a partir de ese momento y al igual que lo hace el sol, todo va a empezar a renacer, aunque falta mucho para que los días sean cálidos y largos.
Aún hay una tercera puerta que se abre al norte y por ella pasa el sol trazando un arco hasta que está en lo más alto del cielo. Según dicen, esto les sirve a los sacerdotes para contar el tiempo y así saber cuándo hay que sembrar, cuándo empezar a prepararse para el invierno y muchas otras cosas que nosotros desconocemos. Las puertas son más anchas por fuera que por dentro, están muy bellamente labradas y por ellas no le está permitido pasar a nadie. 
En verano acudimos al Santuario que está más lejos, casi a dos días de distancia, hacia el norte. Allí celebramos el día más largo, cantamos, bailamos y nos reunimos con las gentes de muchos otros poblados. Se acuerdan matrimonios, se intercambian historias, conocimientos y los cacharros, las herramientas y los adornos que hemos hecho a lo largo del año para esta reunión.
Este año, los padres de mi marido y mis hijos no van a poder acompañarnos. Los hombres y mujeres de conocimiento, han decidido que solo acudirán los jóvenes. No nos han explicado por qué es así y, si lo hubieran hecho, posiblemente no lo hubiéramos comprendido porque ellos hablan de cosas que nosotros desconocemos completamente. Nuestras tareas y las suyas son muy diferentes. Pero a los niños les traeremos algo nuevo porque allí, como todos los años, me reuniré con la familia de mi madre y con mis hermanas, que también acuden a la cita con sus familias actuales. Ellas siempre tienen alguna cosa para mis hijosy yo también les llevo a los suyos algo que yo misma he confeccionado porque, debo decirlo, tengo unas manos muy hábiles y siempre se me ocurren cosas nuevas. 
Pero lo que se me da mejor es la cerámica. Enseguida aprendí a hacer las que trajeron unas gentes que venían del este buscando sílex, las decoraban con cuerdas que apretaban contra la pasta todavía fresca. Yo les pedí que hicieran una para mí y enseguida se me ocurrieron dibujos diferentes, lo que las hacia inigualables. Mi marido se sintió muy orgulloso de mí y feliz de que nos hubiéramos encontrado hace ya diez años. 
Ahora tenemos los silos repletos de grano y las tinajas llenas de cerveza, los secaderos de carne están rebosantes y en los almacenes se amontonan los paños, las herramientas y todo lo necesario para comerciar en la feria de invierno. Somos un pueblo próspero que sabe hacer lo necesario para aguardar la llegada de la primavera, sin pasar calamidades durante el crudo invierno. Hay quien dice que esto suscita la envidia de los pueblos de las montañas y que, si un día el hambre les acucia, no dudarán en bajar a apoderarse de lo nuestro, pero nuestros jefes no están de acuerdo y, de momento no han decidido levantar murallas, como han hecho otros para defenderse. 
Una vez acabamos con todos los preparativos, nos dispusimos para partir. Recogí las cosas que iba a llevar y las cargué en el burro. Los quesos que me había tocado hacer, los llevé a la carreta donde se cargaban las cosas más delicadas y finalmente besé y abracé a mis dos hijos y a los padres de mi marido. Me reuní con todos los demás y emprendimos la marcha. Íbamos a estar fuera varios días y era la primera vez que me separaba de mis niños, me volví para mirarlos y los ojos se me empañaron, pero había que mirar hacia delante y eso fue lo que hice. 
Y, cuando me quise dar cuenta, el tiempo se había acabado y era hora de regresar. Me sentí feliz, lo había pasado muy bien en la reunión, me había reencontrado con personas a las que quería mucho y había aprendido cosas nuevas, pero mi corazón anhelaba el reencuentro con los que había dejado atrás. 
Al avistar nuestro pueblo lo primero que sentimos fue extrañeza, nadie corría a recibirnos, ningún niño gritaba el nombre de sus padres y tampoco los míos. Apresuramos el paso mientras mi corazón empezaba a latir con más fuerza y mi respiración se apresuraba dejándome la boca seca. 
Lo que vimos fue tan terrible, que todavía me estremezco al recordarlo. Al ver los primeros cadáveres a la entrada del pueblo, corrí como loca hasta nuestra casa. En la puerta estaba el padre de mi marido, boca abajo en un charco de sangre que ya estaba seca y con un hacha clavada en su espalda. Después vimos que también le habían golpeado en la base del cráneo y que había intentado proteger a la familia porque tenía muchas heridas en los brazos. Al ver que estaba muerto, pasé al interior y allí la vi a ella, con un puñal clavado entre las costillas que le debió atravesar el corazón. Grité porque no quería ver lo que, estaba segura, me esperaba más allá. Habían defendido como habían podido lo que más querían, sus nietos que, sí, estaban tras la cortina que delimitaba su zona de dormir. Ellos tenían un aspecto más apacible, su muerte debió ser rápida y, aunque el terror les habría inundado, ahora reposaban casi tranquilamente. Los abracé con todas mis fuerzas y lloré y grité tanto que me quedé ronca y no pude hablar durante dos días. 
Y así, casi muda, fui hasta el lugar donde enterramos a todos los que habían muerto defendiendo sus vidas y los bienes de todos. Eran trece en total. Decidimos que no reposarían solos, que lo harían acompañados por los que más querían. Enterramos a nuestro hijo de 4 años frente a su abuela y al de 8 frente al abuelo, porque esas fueron sus preferencias cuando estaban vivos. Las cabezas de unos miraban al este y las de los otros al oeste, para que pudieran hacer el camino del sol cada uno en un sentido y pudieran encontrarse cuando estuviera en todo su esplendor. Los acompañaron nuestras lágrimas y nuestro deseo de volver a encontrarnos cuando nosotros mismos recorramos el camino del sol. 
Trece personas agrupadas por familias, aparecieron en la región de Sajonia-Anhalt, cerca de Eulau, en Alemania, 4.500 años después de que fueran enterradas.