miércoles, 6 de mayo de 2020

LA VIAJERA DE LA EDAD DEL BRONCE

La niña tenía ocho años cuando fue elegida para servir en el santuario. En él se desarrollaban varias ceremonias marcadas por el paso del sol, que regían el calendario agrícola de la región. Además eran de especial celebración dos días, el más largo y el más corto del año, en estas ocasiones no solo acudía la gente de la aldea y de las aldeas limítrofes, también acudían gentes de muy lejos.
Disco solar, broche de cinturón
El recinto estaba hecho con troncos de madera que formaban una empalizada circular con dos entradas, una al este y otra al oeste que daban paso a un amplio espacio público. El segundo círculo protegido por otra empalizada con entradas al NNE, SSO, NO y SE, estaba destinado exclusivamente al sacerdocio donde se llevaban a cabo sacrificios y se depositaban ofrendas rituales.  El siguiente  círculo estaba marcado por troncos que formaban dinteles y el acceso estaba restringido a las personas que tomaban parte en los rituales públicos. El espacio central estaba destinado exclusivamente a los sacerdotes y sacerdotisas y en él se alternaban las estructuras adinteladas.
Al principio la niña, junto con otras, tenía que ocuparse de distribuir el agua entre los asistentes del primer círculo y cuidar de que nadie traspasara el área. Con el tiempo su responsabilidad fue aumentando hasta convertirse en sacerdotisa, momento en el que recibió un disco solar de bronce, decorado con círculos concéntricos y espirales entrelazadas que se utilizaba como hebilla de cinturón. Era el emblema de su condición visible por todos.
A pesar de su condición de sacerdotisa, la muchacha sabía que su futuro, como el de muchas de las mujeres de su clase, estaba fuera de sus fronteras. Era costumbre muy extendida que los hombres se unieran con mujeres procedentes de los pueblos con los que mantenían relaciones comerciales y ellas, a su vez lo hacían con los hombres de aquellas tierras. Pero ella se sentía profundamente identificada con los rituales de su religión y no quería verse apartada de sus ceremonias.
Recreación de la vestimenta
Tampoco quería alejarse de los bosques  que eran la seña de identidad de su tierra, en ellos encontraba su razón de ser. Los árboles centenarios le servían de inspiración y de consuelo cuando estaba triste, entendía muy bien por qué en épocas pasadas las gentes basaron su religión en ellos, albergaban espiritualidad y sabiduría, habían visto tantas cosas en su larga vida que era fácil imaginar que tuvieran un poder superior.
Sin embargo el día llegó y le fue anunciado que debería desposarse con un hombre de las lejanas y frías tierras del norte que miraban al mar[1]. No había ninguna posibilidad de negarse por lo que aceptó y se dispuso a partir.
En el viaje le acompañarían varias personas que iban a hacer intercambios comerciales, de allí traerían el apreciado ámbar y a cambio dejarían lingotes del metal que escaseaba en aquellas latitudes. Una caravana de carros y caballos se puso en marcha al amanecer.
Entre sus pertenencias la muchacha lleva como su mayor tesoro el máximo emblema de su religión, una representación del carro solar. Tirado por un caballo el carro porta un disco dorado que representa al sol en su viaje diurno tras haber derrotado a la Oscuridad. Al llegar la noche, el sol cambia de vehículo y es conducido en una barca que navega a través de los mares del mundo inferior, desafiando a los seres amenazantes que lo habitan, para aparecer de nuevo, triunfante, al rayar el alba.
También llevaba consigo una resolución, no abandonaría para siempre su tierra y sus deberes como sacerdotisa, hablaría con su futuro marido y le haría ver lo ineludible de su labor, quizás consiguiera que él aceptara a otra  mujer, ella conocía a varias que estarían encantadas de ocupar su lugar. Su padre ni siquiera había querido discutirlo con ella, había dado su palabra y bajo ningún concepto se podía romper, su honor estaba en juego.
Reproducción del féretro
El largo viaje lo hizo en su mayor parte a caballo, así podía adelantarse a los lentos y pesados carros y estar sola, a pesar de las recomendaciones de sus compañeros de viaje, que le intentaban advertir de los peligros que le podían acechar. Ella prefería el riesgo a estar escuchando las monótonas conversaciones de aquellos hombres y sus chistes y bromas de mal gusto. Lo cierto es que nunca le pasó nada que tuviera que lamentar.

Y al fin llegaron a la que iba a ser su nueva tierra, Los recibieron jubilosamente, no en vano estaban deseando recibir el ansiado metal y enseguida le presentaron al que iba a ser su esposo. No era malcarado, tenía buena presencia, era fuerte y de pelo rojo y, sobre todo, tenía una hermosa sonrisa.
Comenzaron su vida en común, aprendiendo el uno la lengua del otro, él quería de veras establecer un buen vínculo con ella y esa era su manera de demostrárselo. Cuando al fin pudieron mantener una conversación fluida, ella le habló de su tierra, de su labor y de lo importancia que tenía para ella. Él no quiso ni siquiera considerar la idea de cambiarla por otra, se había enamorado de verdad. Lo cierto es que a ella le había pasado lo mismo pero no por eso quería renunciar a sus planes.
Después de mucho discutir, llegaron a un punto intermedio, ella podía marchar a su tierra para participar en las ceremonias importantes para luego regresar. Y así lo hicieron. Los dos años siguientes viajó no solo a su tierra, también se desplazó por las tierras del norte para fundar santuarios e instruir a las sacerdotisas del culto.
El enterramiento
En el que sería su último viaje a su tierra natal, se demoró más de lo previsto, descubrió que estaba embarazada y al poco tiempo sufrió un aborto. Finalmente se recuperó pero su salud se había resentido seriamente y al cabo de cuatro meses de su llegada murió.

La ropa
Hicieron llegar la noticia a su esposo que, en cuanto lo supo quiso que le enviaran su cuerpo, quería enterrarla allí y darle todos los honores que su rango merecía en la que había sido su tierra de acogida. Un grupo numeroso trabajó construyendo el túmulo donde iba a reposar; veintidós metros de diámetro y cuatro de alto darían cuenta de lo importante que había sido en vida. Ahuecaron un tronco de roble sobre el que dispusieron una piel de buey que acogiera su cuerpo. Lo lavaron y vistieron cuidadosamente con un blusón corto que dejaba su vientre al descubierto y una falda de cuerdas de lana procedente de la gran isla del oeste[2]. Le colocaron el cinturón con el disco solar y sujeto a él un peine de cuerno, no faltaron sus pulseras ni su pendiente de bronce. Añadieron sus agujas de bronce, un punzón de costura y una red para el pelo. La taparon con una manta de lana y dispusieron un vaso de madera que contenía cerveza de miel, trigo y arándanos rojos, su preferida. Todo el conjunto fue cubierto con flores.

Era un hermoso día de verano. Ella, que procedía de la Selva Negra en Alemania, tenía unos dieciocho años y todo sucedió hace 3.400 años en Egtved, península de Jutlandia, Dinamarca.



[1] La actual Dinamarca
[2] Gran Bretaña

2 comentarios:

  1. Marián ¡Me encanta! Como en forma de niña haces un recorrido en este caso por la Edad de Bronce, como desde pequeñas saben cual va a ser su destino, cambia de tierra y se hace comprender. Como te he dicho en alguna ocasión escribes genial, la historia engancha. Besotesss.

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    1. Muchas gracias, encantada de estar aquí de nuevo y tenerte como lectora. Besos

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