El Mirón |
En esa cueva moraba la divinidad
o, por lo menos, se manifestaba allí. La chamana había dicho que tenían que
subir para agradecer la curación de la niña, porque era un hecho indiscutible
que había sido gracias a su intervención. Salvaron la fuerte pendiente que separaba
ambas cavidades y al llegar al abrigo penetraron inclinándose reverencialmente. La chamana ordenó a la madre esperar
allí y con la niña se internó hasta la cavidad de la que salían dos galerías; tomaron la de la derecha recorriendo unos 65 metros
hasta llegar a un punto en que la galería se estrechaba cobrando una forma abovedada que recordaba a un útero. La galería continuaba pero allí estaba flanqueada por la figura de dos ciervas. La chamana movió la lámpara de sebo que había alumbrado el
camino y moviéndola de derecha a izquierda comenzó a recitar una invocación tan
antigua que nadie sabía cuándo se había creado. Ante sus ojos las figuras que
estaban pintadas en las paredes cobraron vida, las ciervas se movían, corrían y
saltaban. La niña miraba asombrada aquel prodigio con el temor que dan las
cosas inexplicables.
Cuando la chamana concluyó su
ritual, ambas salieron sin hablar y junto a la madre, regresaron a su cueva.
Madre e hija sabían que no debían hablar con nadie de lo sucedido, la chamana
era la única que podía hacerlo si lo estimaba necesario.
Covalanas |
Unos días después la chamana
llamó a la mujer. La Diosa Madre me ha hablado, le dijo, enfermó a tu hija, se
comunicó con ella mientras estaba inconsciente y una vez sanada, quiso verla en
su santuario para probar su valor y su fortaleza. Ha pasado la prueba,
continuó, ahora debe dedicarse a Ella por completo y cuando yo muera, será mi
sucesora.
A partir de aquél día dejó su
lugar habitual en la cueva y se instaló junto a la chamana, se fue desnuda y
sin ninguna pertenencia porque ahora su vida iba a ser otra y otras debían de
ser las cosas de las que se rodeara. La chamana le entregó las prendas que
había confeccionado para ella, un traje de suave piel de gamuza, unas botas, un
cinturón para alargar o acortar la falda según la necesidad, una capa de piel
de oso para lo más crudo del invierno y una bolsa de piel para guardar las
medicinas que tendría que elaborar. Tu misma deberás hacer todo lo que
necesites, nadie debe tocar tus prendas ni tus útiles, también tendrás que
hacerte un cesto para recoger plantas y setas que luego utilizarás. Tienes
mucho trabajo por delante y mucho que aprender, no creo que de ahora en
adelante tengas tiempo libre.
La niña se entristeció, nunca más
iría con sus amigos al bosque a cazar, ni a recolectar, tampoco jugaría con
ellos, ni se acercaría al río a bañarse o a pescar. No estés triste, le dijo la
chamana, tu vida va a ser mucho más rica que la de todos ellos. ¿Cómo puedes
saber lo que estoy pensando?, se atrevió a decirle. Ella rió, esa es solo una
de las cosas que pronto aprenderás y que te harán diferente a los demás. Le dio
un beso en la cabeza y le conminó a arreglar su estancia.
Covalanas |
Periódicamente ambas subían a la
cueva y allí entre las ciervas pintadas por sus antepasadas, recibió
instrucción, aprendió a mantener la mente en silencio para poder escuchar lo
que la Diosa le quisiera decir; a comunicarse con los seres invisibles que
poblaban el mundo y a los cuales nadie podía ver ni escuchar porque tenían sus
sentidos constantemente llenos de palabras, pero que estaban ahí rodeándoles. También
aprendió a comunicarse con los árboles, tan sabios y, ya en el propio bosque, a
distinguir las plantas sanadoras de las venenosas y a conocer el poder de
algunas setas. Empezó a conocer a las estrellas del cielo y cómo le indicaban
qué rumbo debía seguir cuando era de noche. Ciertamente no tuvo tiempo para
echar de menos nada de su vida anterior.
Cuando la chamana murió, ella le
sucedió. Ahora era ella la que dirigía las ceremonias anuales en la cueva. Ante
la cierva grande de más de un metro, pero también ante las otras no mucho más
pequeñas, desarrollaba la narración aprendida y con ayuda de las lámparas de
sebo, hacía que las ciervas se animaran y parecieran cobrar vida.
Su fama se extendió y venían
muchas otras tribus para consultarle o para que sanara a enfermos cuya dolencia
no curaban sus propios chamanes. También empezaron a llegar desde lugares
lejanos a las ceremonias principales que se desarrollaban en la cueva sagrada.
El Mirón, grabado del enterramiento |
Su tribu fue cobrando prestigio y
estas visitas les permitieron comerciar con objetos y materias primas que
traían consigo y aprender nuevas técnicas y nuevas maneras, a la vez que ellos
les enseñaban las suyas. Así fue como conocieron el ocre más perfecto y
brillante que jamás vieron y el lugar de dónde se extraía, un monte[2]
pegado al mar a una media jornada de distancia.
Pero todos sus conocimientos
sobre dolencias y sus remedios y sobre los fenómenos visibles e
invisibles, no la preservaron de una
muerte un poco prematura. Era una mujer sana y fuerte cuando murió a los 35
años. Llevaba una dieta rica en carne, moluscos y vegetales, además de setas,
principalmente boletus.
Su gente, consternada la preparó
para un gran entierro. Depositaron su cuerpo en el monte, haciendo guardia para
preservarla de los animales, hasta que se descarnó. Mientras tanto eligieron un
lugar en la cueva alejado de la entrada y en el techo grabaron los motivos que
la identificaban como la gran chamana que era. Una vez preparado el sitio,
separaron el cráneo y los huesos largos del resto del cuerpo y los preservaron
en otro lugar.
El resto del esqueleto fue
colocado de lado y con las piernas flexionadas, lo recubrieron con el ocre
brillante del Monte Buciero y lo taparon con pieles, después depositaron
sobre el conjunto una gran cantidad de flores.
Es posible que los huesos separados
del cuerpo, fueran llevados a la cueva sagrada y allí recibieran homenaje en
las fiestas señaladas, pero de esto no hay constancia alguna.
El Mirón |
La mujer fue enterrada en la
cueva de El Mirón (Ramales de la Victoria, Cantabria), hace unos 18.700 años.
Sus descubridores decidieron llamarla “La Dama Roja” por la cantidad de ocre de
ese color que la cubría.
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