jueves, 23 de abril de 2020

EL NIÑO DIFERENTE

Aquella mañana los hombres jóvenes y algunas de las mujeres habían salido a una partida de caza. No tardarían más de un día en volver porque la tribu se había instalado cerca de donde pastaban los animales. Ella todavía no era una cazadora consumada, todavía estaba aprendiendo y en cuanto tenía tiempo libre, se iba a los alrededores del poblado buscando piezas menores para entrenarse en mejorar su puntería.

Se había fabricado una lanza de madera pero, como todavía no tenía puntas de piedra,  había endurecido la suya quemándola ligeramente, como antiguamente hacían los expertos fabricantes de armas. Con ella en la mano fue alejándose de las cabañas estacionales que les albergaban mientras duraba la temporada de caza.

Aunque lo que iba buscando era un conejo, un topillo o un ave, se topó con un pequeño cervatillo que se había separado de su manada. Emocionada con la posibilidad de cazar una presa mayor de lo previsto, se fue acercando sigilosamente a ella pero el cervatillo la vio y salió corriendo. Tendría que haber desistido pero no lo hizo y sin darse cuenta se alejó sensiblemente del campamento.

Lo perdió de vista pero su olfato le dijo que no podía estar muy lejos y para poder verlo se subió a un árbol frondoso. Fue escalando por las ramas y entonces vio la punta de sus orejas asomar entre la vegetación pero solo veía eso, las orejas, así que siguió subiendo y al llegar a cierta altura se deslizó por la rama, ahora lo veía. Levantó su lanza y se dispuso a lanzarla pero el movimiento le hizo perder el equilibrio, al intentar agarrarse la rama se partió y cayó al suelo. Sintió un dolor fortísimo y perdió el conocimiento.

 Cuando despertó, un hombre de aquellos diferentes la miraba fijamente, trató de incorporarse muerta de miedo, pero el dolor se lo impidió. Él le hizo un gesto inequívoco de tranquilidad, le sonrió y su sonrisa le hizo parecer hermoso. Miró a su alrededor y vio que estaba en el interior de una cueva bien arreglada sobre un lecho de materia vegetal cubierto por una piel.

Aquel hombre estaba desbastando unas maderas dejándolas lisas, al lado tenía unas cuerdas nuevas y un emplasto de hierbas. Dejó a un lado las maderas y se acercó más a ella para aplicarle el emplasto en el brazo que entonces vio que tenía herido, lo cubrió todo con una piel fina y lo ató con una cuerda para dejarlo fijo. Siguió con su labor y cuando acabó le puso un trocito de madera entre los dientes, le cogió la pierna que le dolía intensamente y con un movimiento brusco le colocó el hueso roto en su sitio. Ella lo había visto hacer en su poblado y se dio cuenta de que el hombre, que en realidad era un joven, sabía lo que hacía. Le puso las dos maderas a ambos lados de la pierna y las sujetó con las cuerdas. Se alejó de su vista y cuando volvió traía en las manos un recipiente de madera con una infusión de hierbas que ella supuso le calmarían el dolor, como así fue.


Se quedó dormida y al despertar vio que en la cueva había un grupo de aquellas personas de las que repetidamente los suyos le habían recomendado mantenerse alejada. Estaban sentados sobre pieles con las que habían cubierto el suelo de piedras y estaban comiendo una carne asada. En algunos salientes de las paredes había lámparas de sebo que iluminaban la estancia. Intentó incorporarse y emitió un pequeño gemido de dolor, los que estaban más cerca de ella se volvieron a mirarla, entonces el hombre joven que la había atendido se levantó y se acercó. Le dijo algo que ella no entendió aunque sí el tono claramente tranquilizador. Le cambió el emplasto y le llevó de nuevo una infusión, le acarició la cabeza con aquellas manos grandes y bajo aquellas cejas tan anchas y tan salientes, su mirada se iluminó.

Así pasaron unos días. Su brazo se curó y la pierna dejó de dolerle, durante el día él la sacaba al exterior y la ponía al sol y por la noche la llevaba al lecho y la cubría con una manta de piel de oso. Cuando vio que la pierna estaba mucho mejor le trajo un bastón de madera y le ayudó a ponerse en pie, así pudo dar sus primeros pasos y observar a aquellas gentes con detenimiento. No eran muy altos pero sí muy fuertes, su torso era cuadrado y estaba coronado por una cabeza grande con los ojos bajo cejas que sobresalían y una nariz y mandíbula anchas;  sus piernas eran fuertes y cortas y muchos tenían el pelo rojizo, pero en general no se comportaban de manera tan diferente a los de su tribu. Cazaban, curtían sus pieles, recolectaban frutos y raíces, tallaban la piedra para hacer cuchillos y puntas de lanza y hacían platos y vasos de madera.

Y llegó el día en el que él consideró que su pierna estaba curada y le retiró las tablas, le frotó la pierna con grasa y le dio un vigoroso masaje. Le ayudó a caminar apoyándose en él y, como siempre, le sonrió con aquella boca amplia y generosa que ella había empezado a amar. Y mientras terminaba de recuperarse, se amaron cada noche hasta que estuvo totalmente curada. Entonces le dio a entender que tenía que volver con los suyos, él la acompañó durante un tiempo y luego le dio la espalda y regresó a su cueva.

Su regreso fue celebrado por todos con gritos de alegría, la creían muerta y la sorpresa fue mayúscula cuando ella les contó todo lo sucedido y quién la había curado. Pronto se dio cuenta de que estaba esperando un hijo y eso la llenó de alegría.

Y los años pasaron y las generaciones se sucedieron y un día otra mujer supo que estaba embarazada y con la misma alegría que la anterior, se dispuso a esperar a su bebé.

El bebé nació sano, fuerte y aparentemente como todos los bebés de la tribu. Era un niño robusto, que al ir creciendo se vio que tenía el tórax cuadrado y musculoso, las piernas fuertes y cortas y unos incisivos grandes, pero su cabeza y su rostro era como las de todos los demás habitantes del poblado.
Enseguida se reveló como un buen cazador, con solo tres años fue capaz de cazar su primer conejo con la honda que su madre le había confeccionado. Y este animal se convirtió en su preferido, le gustaba acecharlo cuando salía de su madriguera esperando con total quietud y silencio y también le gustaba su carne. Su madre decía que eso era porque él tenía los dientes de conejo y ambos reían.

Sin embargo, al cumplir los cuatro años el niño enfermó y los remedios que la tribu conocía para tratar las enfermedades no sirvieron de nada. Murió y su madre, acompañada por las mujeres de la tribu, preparó su entierro en un acantilado de piedra caliza, en un abrigo  a suficiente altura para que los animales no entraran y se comieran su cuerpecito.
En la pared posterior del abrigo cavaron una fosa poco profunda, apilaron ramas de pino y les prendieron fuego. Cuando se extinguió, depositaron una piel que cubrieron de ocre rojo, sobre ella depositaron cuidadosamente el cuerpo del niño con la cabeza y el torso en alto y cubierto por otra piel también teñida de ocre. En el cuello llevaba su colgante favorito, una concha de bígaro atlántico (littorina littorea) y en la cabeza un tocado hecho de dientes de ciervo perforados y teñidos de ocre rojo. A su alrededor colocaron huesos de ciervo y entre sus piernas un conejo.

Y así llegó hasta nuestros días. Los arqueólogos lo encontraron en un lugar llamado Lagar Velho, en el lado sur del Valle de Lapedo cerca de Leiria, centro oeste de Portugal, a 140 km  al norte de Lisboa. El radiocarbono lo dató en 24.500 años aproximadamente.


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