Se había fabricado una lanza de
madera pero, como todavía no tenía puntas de piedra, había endurecido la suya quemándola
ligeramente, como antiguamente hacían los expertos fabricantes de armas. Con
ella en la mano fue alejándose de las cabañas estacionales que les albergaban
mientras duraba la temporada de caza.
Aunque lo que iba buscando era un
conejo, un topillo o un ave, se topó con un pequeño cervatillo que se había
separado de su manada. Emocionada con la posibilidad de cazar una presa mayor
de lo previsto, se fue acercando sigilosamente a ella pero el cervatillo la vio
y salió corriendo. Tendría que haber desistido pero no lo hizo y sin darse
cuenta se alejó sensiblemente del campamento.
Lo perdió de vista pero su olfato
le dijo que no podía estar muy lejos y para poder verlo se subió a un árbol
frondoso. Fue escalando por las ramas y entonces vio la punta de sus orejas
asomar entre la vegetación pero solo veía eso, las orejas, así que siguió
subiendo y al llegar a cierta altura se deslizó por la rama, ahora lo veía. Levantó
su lanza y se dispuso a lanzarla pero el movimiento le hizo perder el
equilibrio, al intentar agarrarse la rama se partió y cayó al suelo. Sintió un
dolor fortísimo y perdió el conocimiento.
Cuando despertó, un hombre de aquellos diferentes la miraba fijamente, trató de incorporarse muerta de miedo, pero el dolor se lo impidió. Él le hizo un gesto inequívoco de tranquilidad, le sonrió y su sonrisa le hizo parecer hermoso. Miró a su alrededor y vio que estaba en el interior de una cueva bien arreglada sobre un lecho de materia vegetal cubierto por una piel.
Aquel hombre estaba desbastando
unas maderas dejándolas lisas, al lado tenía unas cuerdas nuevas y un emplasto
de hierbas. Dejó a un lado las maderas y se acercó más a ella para aplicarle el
emplasto en el brazo que entonces vio que tenía herido, lo cubrió todo con una
piel fina y lo ató con una cuerda para dejarlo fijo. Siguió con su labor y
cuando acabó le puso un trocito de madera entre los dientes, le cogió la pierna
que le dolía intensamente y con un movimiento brusco le colocó el hueso roto en
su sitio. Ella lo había visto hacer en su poblado y se dio cuenta de que el
hombre, que en realidad era un joven, sabía lo que hacía. Le puso las dos
maderas a ambos lados de la pierna y las sujetó con las cuerdas. Se alejó de su
vista y cuando volvió traía en las manos un recipiente de madera con una
infusión de hierbas que ella supuso le calmarían el dolor, como así fue.
Se quedó dormida y al despertar
vio que en la cueva había un grupo de aquellas personas de las que
repetidamente los suyos le habían recomendado mantenerse alejada. Estaban
sentados sobre pieles con las que habían cubierto el suelo de piedras y estaban
comiendo una carne asada. En algunos salientes de las paredes había lámparas de
sebo que iluminaban la estancia. Intentó incorporarse y emitió un pequeño
gemido de dolor, los que estaban más cerca de ella se volvieron a mirarla,
entonces el hombre joven que la había atendido se levantó y se acercó. Le dijo
algo que ella no entendió aunque sí el tono claramente tranquilizador. Le
cambió el emplasto y le llevó de nuevo una infusión, le acarició la cabeza con
aquellas manos grandes y bajo aquellas cejas tan anchas y tan salientes, su
mirada se iluminó.
Así pasaron unos días. Su brazo
se curó y la pierna dejó de dolerle, durante el día él la sacaba al exterior y
la ponía al sol y por la noche la llevaba al lecho y la cubría con una manta de
piel de oso. Cuando vio que la pierna estaba mucho mejor le trajo un bastón de
madera y le ayudó a ponerse en pie, así pudo dar sus primeros pasos y observar
a aquellas gentes con detenimiento. No eran muy altos pero sí muy fuertes, su
torso era cuadrado y estaba coronado por una cabeza grande con los ojos bajo
cejas que sobresalían y una nariz y mandíbula anchas; sus piernas eran fuertes y cortas y muchos
tenían el pelo rojizo, pero en general no se comportaban de manera tan
diferente a los de su tribu. Cazaban, curtían sus pieles, recolectaban frutos y
raíces, tallaban la piedra para hacer cuchillos y puntas de lanza y hacían
platos y vasos de madera.
Y llegó el día en el que él
consideró que su pierna estaba curada y le retiró las tablas, le frotó la
pierna con grasa y le dio un vigoroso masaje. Le ayudó a caminar apoyándose en
él y, como siempre, le sonrió con aquella boca amplia y generosa que ella había
empezado a amar. Y mientras terminaba de recuperarse, se amaron cada noche
hasta que estuvo totalmente curada. Entonces le dio a entender que tenía que
volver con los suyos, él la acompañó durante un tiempo y luego le dio la
espalda y regresó a su cueva.
Su regreso fue celebrado por
todos con gritos de alegría, la creían muerta y la sorpresa fue mayúscula
cuando ella les contó todo lo sucedido y quién la había curado. Pronto se dio
cuenta de que estaba esperando un hijo y eso la llenó de alegría.
Y los años pasaron y las
generaciones se sucedieron y un día otra mujer supo que estaba embarazada y con
la misma alegría que la anterior, se dispuso a esperar a su bebé.
El bebé nació sano, fuerte y
aparentemente como todos los bebés de la tribu. Era un niño robusto, que al ir
creciendo se vio que tenía el tórax cuadrado y musculoso, las piernas fuertes y
cortas y unos incisivos grandes, pero su cabeza y su rostro era como las de
todos los demás habitantes del poblado.
Enseguida se reveló como un buen
cazador, con solo tres años fue capaz de cazar su primer conejo con la honda
que su madre le había confeccionado. Y este animal se convirtió en su
preferido, le gustaba acecharlo cuando salía de su madriguera esperando con
total quietud y silencio y también le gustaba su carne. Su madre decía que eso
era porque él tenía los dientes de conejo y ambos reían.
Sin embargo, al cumplir los
cuatro años el niño enfermó y los remedios que la tribu conocía para tratar las
enfermedades no sirvieron de nada. Murió y su madre, acompañada por las mujeres
de la tribu, preparó su entierro en un acantilado de piedra caliza, en un
abrigo a suficiente altura para que los
animales no entraran y se comieran su cuerpecito.
En la pared posterior del abrigo
cavaron una fosa poco profunda, apilaron ramas de pino y les prendieron fuego.
Cuando se extinguió, depositaron una piel que cubrieron de ocre rojo, sobre
ella depositaron cuidadosamente el cuerpo del niño con la cabeza y el torso en
alto y cubierto por otra piel también teñida de ocre. En el cuello llevaba su
colgante favorito, una concha de bígaro atlántico (littorina littorea) y en la
cabeza un tocado hecho de dientes de ciervo perforados y teñidos de ocre rojo.
A su alrededor colocaron huesos de ciervo y entre sus piernas un conejo.
Y así llegó hasta nuestros días.
Los arqueólogos lo encontraron en un lugar llamado Lagar Velho, en el lado sur
del Valle de Lapedo cerca de Leiria, centro oeste de Portugal, a 140 km al norte de Lisboa. El radiocarbono lo dató
en 24.500 años aproximadamente.
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