Cuando amaneció el nuevo día, me sentí tremendamente cansada, llevaba ya más de diez trabajando apenas sin descanso. Había tanto que preparar para ir hasta el santuario junto al río, que no se podía parar ni un momento. Pero la visita merecía la pena, era uno de los acontecimientos más esperados del año. Visitarlo y asistir a las ceremonias que allí se celebraban hacía que las fuerzas se renovaran.

Allí nos reunimos, junto con las gentes de otros poblados, para ver cómo el primer rayo de sol entra por la gran puerta que se abre en el lado sudeste y nos quedamos para ver cómo se pone por la puerta que se abre mirando al suroeste. Eso solo sucede el día más corto del año y significa que, a partir de ese momento y al igual que lo hace el sol, todo va a empezar a renacer, aunque falta mucho para que los días sean cálidos y largos.
Aún hay una tercera puerta que se abre al norte y por ella pasa el sol trazando un arco hasta que está en lo más alto del cielo. Según dicen, esto les sirve a los sacerdotes para contar el tiempo y así saber cuándo hay que sembrar, cuándo empezar a prepararse para el invierno y muchas otras cosas que nosotros desconocemos. Las puertas son más anchas por fuera que por dentro, están muy bellamente labradas y por ellas no le está permitido pasar a nadie.
En verano acudimos al Santuario que está más lejos, casi a dos días de distancia, hacia el norte. Allí celebramos el día más largo, cantamos, bailamos y nos reunimos con las gentes de muchos otros poblados. Se acuerdan matrimonios, se intercambian historias, conocimientos y los cacharros, las herramientas y los adornos que hemos hecho a lo largo del año para esta reunión.
Este año, los padres de mi marido y mis hijos no van a poder acompañarnos. Los hombres y mujeres de conocimiento, han decidido que solo acudirán los jóvenes. No nos han explicado por qué es así y, si lo hubieran hecho, posiblemente no lo hubiéramos comprendido porque ellos hablan de cosas que nosotros desconocemos completamente. Nuestras tareas y las suyas son muy diferentes. Pero a los niños les traeremos algo nuevo porque allí, como todos los años, me reuniré con la familia de mi madre y con mis hermanas, que también acuden a la cita con sus familias actuales. Ellas siempre tienen alguna cosa para mis hijosy yo también les llevo a los suyos algo que yo misma he confeccionado porque, debo decirlo, tengo unas manos muy hábiles y siempre se me ocurren cosas nuevas.


Una vez acabamos con todos los preparativos, nos dispusimos para partir. Recogí las cosas que iba a llevar y las cargué en el burro. Los quesos que me había tocado hacer, los llevé a la carreta donde se cargaban las cosas más delicadas y finalmente besé y abracé a mis dos hijos y a los padres de mi marido. Me reuní con todos los demás y emprendimos la marcha. Íbamos a estar fuera varios días y era la primera vez que me separaba de mis niños, me volví para mirarlos y los ojos se me empañaron, pero había que mirar hacia delante y eso fue lo que hice.

Al avistar nuestro pueblo lo primero que sentimos fue extrañeza, nadie corría a recibirnos, ningún niño gritaba el nombre de sus padres y tampoco los míos. Apresuramos el paso mientras mi corazón empezaba a latir con más fuerza y mi respiración se apresuraba dejándome la boca seca.

Y así, casi muda, fui hasta el lugar donde enterramos a todos los que habían muerto defendiendo sus vidas y los bienes de todos. Eran trece en total. Decidimos que no reposarían solos, que lo harían acompañados por los que más querían. Enterramos a nuestro hijo de 4 años frente a su abuela y al de 8 frente al abuelo, porque esas fueron sus preferencias cuando estaban vivos. Las cabezas de unos miraban al este y las de los otros al oeste, para que pudieran hacer el camino del sol cada uno en un sentido y pudieran encontrarse cuando estuviera en todo su esplendor. Los acompañaron nuestras lágrimas y nuestro deseo de volver a encontrarnos cuando nosotros mismos recorramos el camino del sol.
Trece personas agrupadas por familias, aparecieron en la región de Sajonia-Anhalt, cerca de Eulau, en Alemania, 4.500 años después de que fueran enterradas.
El relato con el que reconstruyes lo que allí pudo suceder me ha revuelto las entrañas, me ha hecho odiar a esos pueblos hambrientos que supongo culpables, me ha hecho sentirme impotente como la mujer que, de regreso, encuentra a sus hijos muertos y los abraza con el deseo imposible de transmitirles de nuevo la vida.
ResponderEliminarGracias, Marián. Te aseguro que no olvidaré esta historia.
Un abrazo.
El hombre cuando siente la necesidad imperiosa de alimentarse, olvida su condición de humano, esto es, de ser cooperativo, cooperante, amoroso, solidario. Por ese motivo se construyen murallas, armamentos y ejércitos. Y también por ese mismo motivo no deberíamos olvidar lo que siente una madre al perder a sus hijos, no imagino un dolor mayor, para tratar de no infligirlo a sus congéneres.
ResponderEliminarGracias Frutales