miércoles, 29 de abril de 2020

LA DAMA ROJA

La niña tenía ocho años cuando cayó enferma. Tenía fiebre muy alta y deliraba agitándose convulsivamente. Ninguno de los remedios aliviaba su mal. Su madre imploraba a la Diosa Madre su curación pero Ésta no parecía escucharla. Así pasaron ocho días y al amanecer del noveno, la niña despertó sin fiebre y pidiendo algo de comer. Al cabo de unos días, cuando se vio que estaba plenamente curada, ambas subieron en compañía de la chamana hasta la cueva que estaba por encima de la suya[1].
El Mirón

En esa cueva moraba la divinidad o, por lo menos, se manifestaba allí. La chamana había dicho que tenían que subir para agradecer la curación de la niña, porque era un hecho indiscutible que había sido gracias a su intervención. Salvaron la fuerte pendiente que separaba ambas cavidades y al llegar al abrigo penetraron inclinándose reverencialmente. La chamana ordenó a la madre esperar allí y con la niña se internó hasta la cavidad de la que salían dos galerías; tomaron la de la derecha recorriendo unos 65 metros hasta llegar a un punto en que la galería se estrechaba cobrando una forma abovedada que recordaba a un útero. La galería continuaba pero allí estaba flanqueada por la figura de dos ciervas. La chamana movió la lámpara de sebo que había alumbrado el camino y moviéndola de derecha a izquierda comenzó a recitar una invocación tan antigua que nadie sabía cuándo se había creado. Ante sus ojos las figuras que estaban pintadas en las paredes cobraron vida, las ciervas se movían, corrían y saltaban. La niña miraba asombrada aquel prodigio con el temor que dan las cosas inexplicables.

Cuando la chamana concluyó su ritual, ambas salieron sin hablar y junto a la madre, regresaron a su cueva. Madre e hija sabían que no debían hablar con nadie de lo sucedido, la chamana era la única que podía hacerlo si lo estimaba necesario.
Covalanas

Unos días después la chamana llamó a la mujer. La Diosa Madre me ha hablado, le dijo, enfermó a tu hija, se comunicó con ella mientras estaba inconsciente y una vez sanada, quiso verla en su santuario para probar su valor y su fortaleza. Ha pasado la prueba, continuó, ahora debe dedicarse a Ella por completo y cuando yo muera, será mi sucesora.

A partir de aquél día dejó su lugar habitual en la cueva y se instaló junto a la chamana, se fue desnuda y sin ninguna pertenencia porque ahora su vida iba a ser otra y otras debían de ser las cosas de las que se rodeara. La chamana le entregó las prendas que había confeccionado para ella, un traje de suave piel de gamuza, unas botas, un cinturón para alargar o acortar la falda según la necesidad, una capa de piel de oso para lo más crudo del invierno y una bolsa de piel para guardar las medicinas que tendría que elaborar. Tu misma deberás hacer todo lo que necesites, nadie debe tocar tus prendas ni tus útiles, también tendrás que hacerte un cesto para recoger plantas y setas que luego utilizarás. Tienes mucho trabajo por delante y mucho que aprender, no creo que de ahora en adelante tengas tiempo libre.

La niña se entristeció, nunca más iría con sus amigos al bosque a cazar, ni a recolectar, tampoco jugaría con ellos, ni se acercaría al río a bañarse o a pescar. No estés triste, le dijo la chamana, tu vida va a ser mucho más rica que la de todos ellos. ¿Cómo puedes saber lo que estoy pensando?, se atrevió a decirle. Ella rió, esa es solo una de las cosas que pronto aprenderás y que te harán diferente a los demás. Le dio un beso en la cabeza y le conminó a arreglar su estancia.

Covalanas
Periódicamente ambas subían a la cueva y allí entre las ciervas pintadas por sus antepasadas, recibió instrucción, aprendió a mantener la mente en silencio para poder escuchar lo que la Diosa le quisiera decir; a comunicarse con los seres invisibles que poblaban el mundo y a los cuales nadie podía ver ni escuchar porque tenían sus sentidos constantemente llenos de palabras, pero que estaban ahí rodeándoles. También aprendió a comunicarse con los árboles, tan sabios y, ya en el propio bosque, a distinguir las plantas sanadoras de las venenosas y a conocer el poder de algunas setas. Empezó a conocer a las estrellas del cielo y cómo le indicaban qué rumbo debía seguir cuando era de noche. Ciertamente no tuvo tiempo para echar de menos nada de su vida anterior.

Cuando la chamana murió, ella le sucedió. Ahora era ella la que dirigía las ceremonias anuales en la cueva. Ante la cierva grande de más de un metro, pero también ante las otras no mucho más pequeñas, desarrollaba la narración aprendida y con ayuda de las lámparas de sebo, hacía que las ciervas se animaran y parecieran cobrar vida.

Su fama se extendió y venían muchas otras tribus para consultarle o para que sanara a enfermos cuya dolencia no curaban sus propios chamanes. También empezaron a llegar desde lugares lejanos a las ceremonias principales que se desarrollaban en la cueva sagrada.
El Mirón, grabado del enterramiento


Su tribu fue cobrando prestigio y estas visitas les permitieron comerciar con objetos y materias primas que traían consigo y aprender nuevas técnicas y nuevas maneras, a la vez que ellos les enseñaban las suyas. Así fue como conocieron el ocre más perfecto y brillante que jamás vieron y el lugar de dónde se extraía, un monte[2] pegado al mar a una media jornada de distancia.

Pero todos sus conocimientos sobre dolencias y sus remedios y sobre los fenómenos visibles e invisibles,  no la preservaron de una muerte un poco prematura. Era una mujer sana y fuerte cuando murió a los 35 años. Llevaba una dieta rica en carne, moluscos y vegetales, además de setas, principalmente boletus.

Su gente, consternada la preparó para un gran entierro. Depositaron su cuerpo en el monte, haciendo guardia para preservarla de los animales, hasta que se descarnó. Mientras tanto eligieron un lugar en la cueva alejado de la entrada y en el techo grabaron los motivos que la identificaban como la gran chamana que era. Una vez preparado el sitio, separaron el cráneo y los huesos largos del resto del cuerpo y los preservaron en otro lugar.

El resto del esqueleto fue colocado de lado y con las piernas flexionadas, lo recubrieron con el ocre brillante del Monte Buciero y lo taparon con pieles, después  depositaron  sobre el conjunto una gran cantidad de flores.
Es posible que los huesos separados del cuerpo, fueran llevados a la cueva sagrada y allí recibieran homenaje en las fiestas señaladas, pero de esto no hay constancia alguna.

El Mirón
La mujer fue enterrada en la cueva de El Mirón (Ramales de la Victoria, Cantabria), hace unos 18.700 años. Sus descubridores decidieron llamarla “La Dama Roja” por la cantidad de ocre de ese color que la cubría.



[1] Cueva de Covalanas, Ramales de la Victoria (Cantabria)
[2] Monte Buciero, en Santoña

jueves, 23 de abril de 2020

EL NIÑO DIFERENTE

Aquella mañana los hombres jóvenes y algunas de las mujeres habían salido a una partida de caza. No tardarían más de un día en volver porque la tribu se había instalado cerca de donde pastaban los animales. Ella todavía no era una cazadora consumada, todavía estaba aprendiendo y en cuanto tenía tiempo libre, se iba a los alrededores del poblado buscando piezas menores para entrenarse en mejorar su puntería.

Se había fabricado una lanza de madera pero, como todavía no tenía puntas de piedra,  había endurecido la suya quemándola ligeramente, como antiguamente hacían los expertos fabricantes de armas. Con ella en la mano fue alejándose de las cabañas estacionales que les albergaban mientras duraba la temporada de caza.

Aunque lo que iba buscando era un conejo, un topillo o un ave, se topó con un pequeño cervatillo que se había separado de su manada. Emocionada con la posibilidad de cazar una presa mayor de lo previsto, se fue acercando sigilosamente a ella pero el cervatillo la vio y salió corriendo. Tendría que haber desistido pero no lo hizo y sin darse cuenta se alejó sensiblemente del campamento.

Lo perdió de vista pero su olfato le dijo que no podía estar muy lejos y para poder verlo se subió a un árbol frondoso. Fue escalando por las ramas y entonces vio la punta de sus orejas asomar entre la vegetación pero solo veía eso, las orejas, así que siguió subiendo y al llegar a cierta altura se deslizó por la rama, ahora lo veía. Levantó su lanza y se dispuso a lanzarla pero el movimiento le hizo perder el equilibrio, al intentar agarrarse la rama se partió y cayó al suelo. Sintió un dolor fortísimo y perdió el conocimiento.

 Cuando despertó, un hombre de aquellos diferentes la miraba fijamente, trató de incorporarse muerta de miedo, pero el dolor se lo impidió. Él le hizo un gesto inequívoco de tranquilidad, le sonrió y su sonrisa le hizo parecer hermoso. Miró a su alrededor y vio que estaba en el interior de una cueva bien arreglada sobre un lecho de materia vegetal cubierto por una piel.

Aquel hombre estaba desbastando unas maderas dejándolas lisas, al lado tenía unas cuerdas nuevas y un emplasto de hierbas. Dejó a un lado las maderas y se acercó más a ella para aplicarle el emplasto en el brazo que entonces vio que tenía herido, lo cubrió todo con una piel fina y lo ató con una cuerda para dejarlo fijo. Siguió con su labor y cuando acabó le puso un trocito de madera entre los dientes, le cogió la pierna que le dolía intensamente y con un movimiento brusco le colocó el hueso roto en su sitio. Ella lo había visto hacer en su poblado y se dio cuenta de que el hombre, que en realidad era un joven, sabía lo que hacía. Le puso las dos maderas a ambos lados de la pierna y las sujetó con las cuerdas. Se alejó de su vista y cuando volvió traía en las manos un recipiente de madera con una infusión de hierbas que ella supuso le calmarían el dolor, como así fue.


Se quedó dormida y al despertar vio que en la cueva había un grupo de aquellas personas de las que repetidamente los suyos le habían recomendado mantenerse alejada. Estaban sentados sobre pieles con las que habían cubierto el suelo de piedras y estaban comiendo una carne asada. En algunos salientes de las paredes había lámparas de sebo que iluminaban la estancia. Intentó incorporarse y emitió un pequeño gemido de dolor, los que estaban más cerca de ella se volvieron a mirarla, entonces el hombre joven que la había atendido se levantó y se acercó. Le dijo algo que ella no entendió aunque sí el tono claramente tranquilizador. Le cambió el emplasto y le llevó de nuevo una infusión, le acarició la cabeza con aquellas manos grandes y bajo aquellas cejas tan anchas y tan salientes, su mirada se iluminó.

Así pasaron unos días. Su brazo se curó y la pierna dejó de dolerle, durante el día él la sacaba al exterior y la ponía al sol y por la noche la llevaba al lecho y la cubría con una manta de piel de oso. Cuando vio que la pierna estaba mucho mejor le trajo un bastón de madera y le ayudó a ponerse en pie, así pudo dar sus primeros pasos y observar a aquellas gentes con detenimiento. No eran muy altos pero sí muy fuertes, su torso era cuadrado y estaba coronado por una cabeza grande con los ojos bajo cejas que sobresalían y una nariz y mandíbula anchas;  sus piernas eran fuertes y cortas y muchos tenían el pelo rojizo, pero en general no se comportaban de manera tan diferente a los de su tribu. Cazaban, curtían sus pieles, recolectaban frutos y raíces, tallaban la piedra para hacer cuchillos y puntas de lanza y hacían platos y vasos de madera.

Y llegó el día en el que él consideró que su pierna estaba curada y le retiró las tablas, le frotó la pierna con grasa y le dio un vigoroso masaje. Le ayudó a caminar apoyándose en él y, como siempre, le sonrió con aquella boca amplia y generosa que ella había empezado a amar. Y mientras terminaba de recuperarse, se amaron cada noche hasta que estuvo totalmente curada. Entonces le dio a entender que tenía que volver con los suyos, él la acompañó durante un tiempo y luego le dio la espalda y regresó a su cueva.

Su regreso fue celebrado por todos con gritos de alegría, la creían muerta y la sorpresa fue mayúscula cuando ella les contó todo lo sucedido y quién la había curado. Pronto se dio cuenta de que estaba esperando un hijo y eso la llenó de alegría.

Y los años pasaron y las generaciones se sucedieron y un día otra mujer supo que estaba embarazada y con la misma alegría que la anterior, se dispuso a esperar a su bebé.

El bebé nació sano, fuerte y aparentemente como todos los bebés de la tribu. Era un niño robusto, que al ir creciendo se vio que tenía el tórax cuadrado y musculoso, las piernas fuertes y cortas y unos incisivos grandes, pero su cabeza y su rostro era como las de todos los demás habitantes del poblado.
Enseguida se reveló como un buen cazador, con solo tres años fue capaz de cazar su primer conejo con la honda que su madre le había confeccionado. Y este animal se convirtió en su preferido, le gustaba acecharlo cuando salía de su madriguera esperando con total quietud y silencio y también le gustaba su carne. Su madre decía que eso era porque él tenía los dientes de conejo y ambos reían.

Sin embargo, al cumplir los cuatro años el niño enfermó y los remedios que la tribu conocía para tratar las enfermedades no sirvieron de nada. Murió y su madre, acompañada por las mujeres de la tribu, preparó su entierro en un acantilado de piedra caliza, en un abrigo  a suficiente altura para que los animales no entraran y se comieran su cuerpecito.
En la pared posterior del abrigo cavaron una fosa poco profunda, apilaron ramas de pino y les prendieron fuego. Cuando se extinguió, depositaron una piel que cubrieron de ocre rojo, sobre ella depositaron cuidadosamente el cuerpo del niño con la cabeza y el torso en alto y cubierto por otra piel también teñida de ocre. En el cuello llevaba su colgante favorito, una concha de bígaro atlántico (littorina littorea) y en la cabeza un tocado hecho de dientes de ciervo perforados y teñidos de ocre rojo. A su alrededor colocaron huesos de ciervo y entre sus piernas un conejo.

Y así llegó hasta nuestros días. Los arqueólogos lo encontraron en un lugar llamado Lagar Velho, en el lado sur del Valle de Lapedo cerca de Leiria, centro oeste de Portugal, a 140 km  al norte de Lisboa. El radiocarbono lo dató en 24.500 años aproximadamente.