Alfombra |
La primera vez que le oyó llorar, la joven de quince años que la llevaba en su vientre, dio un respingo. Aguzó el oído por si se repetía y se palpó el vientre como queriendo comprobar que estaba todo bien. Como así parecía ser, siguió con su tarea. Bordaba con hilo de oro una hermosa tela que había tejido otra mujer del poblado. Era parte de la ropa ceremonial de la shamana y en ella estaba estampando una serie de grifos en lo que sería el bajo de la falda. Los grifos eran un elemento protector y distintivo de las mujeres que ostentaban ese cargo. Tenía que acabar su trabajo antes de que se iniciara el siguiente traslado a través de la estepa, porque ya estaría a punto de parir y la leche, que esperaba fuera abundante, podría manchar el delicado tejido.
La tercera vez que la escuchó, fue a ver a la shamana para decirle que el bebé que esperaba le había mandado la señal. Solo podía comunicárselo a ella y así lo hizo, ni siquiera su madre ni su esposo, lo sabrían.
Desmontaron las tiendas de fieltro y las cargaron en los carros, junto con todos los implementos que utilizaban a diario. Todos montaron a caballo, excepto las mujeres que estaban en avanzado estado de gestación, que iban juntas en un carro acolchado y acondicionado para que los vaivenes de los caminos no les provocaran el parto anticipadamente.
El bebé que esperaba la joven, pareció esperar a que se instalaran en el nuevo emplazamiento para nacer porque lo hizo en la primera noche. La shamana estaba presente, esperando el momento de recogerla en sus brazos para observarla detenidamente en busca de cualquier otro rasgo distintivo de la condición que había anunciado con sus tres llantos prenatales. Pareció encontrarlos, porque anunció a los presentes que su sucesora acababa de nacer.
La niña creció bajo el cuidado y la instrucción constantes de la shamana. Con ella iba a recoger plantas, aprendiendo a distinguirlas, a secarlas y a combinarlas para tratar todas las enfermedades de su gente. Supo cómo entablillar y cuidar un hueso roto. Conoció la posición de las estrellas en el cielo para poder orientarse y orientar a los demás, en caso de que fuera necesario. Aprendió a escuchar e interpretar el canto de los pájaros y los sonidos de los animales con los que compartían el territorio, así como las señales que emitían y que podían predecir los cambios de estación o los fenómenos naturales pero imprevistos, como temblores de la tierra o vientos huracanados. Experimentó estados alterados de conciencia, conseguidos por medio de plantas y hongos, para identificar a su animal totémico y así poder pedirle consejo en las situaciones extremas en las que su pueblo se pudiera encontrar.
Cuando llegó a la edad madura, se sometió a las sesiones de tatuaje que la identificarían para siempre como lo que era. La tatuadora le cubrió de dibujos los brazos y las manos. Con una fina aguja, introdujo bajo la piel el tinte mezclado con ceniza hecha a base de plantas, entre las que había algunas con propiedades cicatrizantes. Al finalizar, frotaba todo el dibujo con una mezcla de grasa y ceniza. En muchas sesiones, grabó un hermoso ciervo en los hombros, continuando, a lo largo de los brazos, con una oveja entre cuyas patas asomaba un leopardo de las nieves, más abajo un caballo y, ya en la mano, una cabeza de ciervo de grandes cuernos que se extendían por el dedo pulgar. Todos en posición vertical y mirando hacia abajo. Para finalizar, repartió pequeñas cabezas de grifo por los dedos.
Botas |
Al cumplir los 25 años, sucedió algo que no podemos explicar, posiblemente una grave enfermedad, que la llevó a la muerte. Su pueblo le dedicó una atención extremada y compleja para ayudarle a llegar al otro lado y que pudiera continuar desde allí, con su labor protectora hacia ellos.
Prepararon su cuerpo extrayéndole todos los órganos, incluido el cerebro y le sometieron a un proceso de conservación. Una vez concluido éste, la vistieron con las más finas y delicadas ropas. Una blusa larga de seda importada de China, más valiosa que el oro; una falda de casi metro y medio de color rojo intenso en la parte inferior y un poco más claro en la superior, que se complementaba con un cinturón que podía alargarla o acortarla según su deseo; una chaqueta de hermoso diseño, más larga por detrás que por delante y unas delicadas botas blancas hasta la rodilla. Un tocado hecho a base de fieltro, recubierto de tela negra y con aplicaciones de pan de oro, representando el árbol de la vida o axis mundi, coronaba la parte central de su peluca.
Espejo chino |
Construyeron una habitación con paredes de madera de alerce, dura y aromática y suelo a base de piedras pequeñas y tierra aplanada. Las paredes las cubrieron con delicadas cortinas y el suelo con una alfombra hecha a base de tiras de fieltro negro, cuidadosamente cosidas, sobre la que depositaron el ataúd, que contenía su cuerpo, confeccionado con la misma madera. Al lado, sobre una mesita labrada con esmero, un trozo de carne de caballo y una pequeña placa de abedul con rabo de carnero. Junto a las carnes, un cuchillo de bronce rematado en un lobo con cuernos de carnero, platos hondos y jarras de cerámica, para que tuviera alimento suficiente en su viaje al más allá y dónde servirlo. En el suelo, un recipiente de madera para hacer yogur, colocado sobre un almohadón para que se mantuviera en posición vertical, en cuyo interior, lleno de yogur, dejaron el batidor que había servido para hacerlo.
Bolsa de cannabis |
En vida, su fama como shamana había trascendido los límites de su propio poblado y había tenido que desplazarse por la estepa y a lo largo del río, para visitar otros asentamientos y resolver los problemas que le presentaron. Su prestigio excluía que fuera a caballo, como una mujer carente de rango, así que se desplazaba en un carro lujosamente enjaezado. Ahora iba a seguir necesitándolo porque, seguramente, también en ese otro mundo tuviera que trasladarse de una región a otra. Introdujeron, por tanto, su carro en el túmulo junto con 6 caballos, ensillados y embridados con placas de madera tallada y recubierta de pan de oro. Cubrieron todo el conjunto con piedras formando un túmulo.
Todo esto sucedía en el siglo V antes de nuestra era, en la meseta de Ukok, entre los montes Altai de la Siberia noroccidental, región que hoy está próxima a la frontera entre tres países, China, Kazajistán y Mongolia. La etnia que habitaba esta zona era la Pazyryk y su cultura era la propia de los pueblos nómadas de la estepa.
El túmulo fue inundado por el agua que se congeló permanentemente, permitiendo que llegara en este estado hasta nuestros días.