viernes, 11 de septiembre de 2020

LAS BAILARINAS SAGRADAS

Desde  que  era  una  niña  ya  estaba danzando, era como si  hubiera venido   al mundo expresamente para hacer eso, bailar. Su  madre decía que ninguno de  sus otros hijos se había movido igual cuando estaba todavía dentro de ella, por eso no le extrañó que demostrara esa rara habilidad. Así que  cuando cumplió  los  seis años la llevó a visitar a las sacerdotisas del templo para que se uniera, si ellas así lo estimaban, al cuerpo de bailarinas. Ellas la vieron bailar y no lo dudaron la admitieron inmediatamente. Ya ni siquiera emprendió el viaje de vuelta con su madre, nunca más volvió a vivir en casa de sus padres con sus hermanos, pasó a formar parte del templo y en las dependencias reservadas a las bailarinas sagradas ocupó un lugar.

Exvoto en forma de cerdo

La ciudad tenía ya muchos años de historia y poco a poco se había convertido en un sitio importante. La riqueza se la debían por una parte a los bosques de encinas de las inmediaciones, que les había permitido criar cerdos de forma extensiva y por otro a las fértiles tierras que llegaban hasta la gran ensenada[1] en la que desembocaba el río grande, cuyos cultivos ya eran excedentarios. A estas dos actividades habría que sumarles la comercial, muy activa, sobre todo a través del río hacia el interior y de la gran ensenada a la que llegaban naves procedentes de lugares remotos.

Las bailarinas se entrenaban diariamente con ejercicios extremadamente complejos para lograr una gran flexibilidad, la maestra era muy exigente y no dudaba en emplear un bastón para corregir posturas y no eran caricias exactamente las que prodigaba la vara. Pero eso era lo que menos le importaba a la niña, todo lo aceptaba porque quería ser una ejecutante perfecta, como las que había visto bailar en la necrópolis cuando enterraron al gobernante.

Bailar ante la tumba de un personaje principal cuando moría, era uno de los cometidos de las bailarinas pero no era el único. También lo hacían en el templo al aire libre en las fechas destacadas, pero no bailaban para nadie más porque su danza era una danza sagrada que las podía llevar al trance y entonces eran capaces de predecir hechos futuros o de saber qué decisiones fundamentales había que tomar ante algún acontecimiento extraordinario. Por eso su categoría social era muy elevada y el pueblo las respetaba y admiraba.

Collares de ámbar
Cuando llegaba la ocasión, se cubrían el cuerpo con ocre rojo, el color sagrado por antonomasia, el que simbolizaba la vida, tanto en este mundo como en el otro. Sus vestidos eran todo un espectáculo, estaban hechos de miles de cuentas de caliza y de concha, ensartadas en hilo que oscilaban resaltando el movimiento de las bailarinas y destacando sobre el fondo rojo del cuerpo pintado. Todas las niñas soñaban con tener uno igual. En los últimos tiempos el ocre había sido sustituido por otro material procedente de tierras más al noreste[2], cuyo color era más intenso[3] y esto que podría parecer un dato anodino, fue determinante en la vida de estas mujeres.

La primera ocasión que tuvo la niña de danzar públicamente fue con motivo del fallecimiento del gobernante. El hombre era ya mayor, tenía más de 40 años y para él se había construido una tumba en la parte más alta de la necrópolis. Ésta estaba a unos pocos kilómetros de la ciudad, sobre un otero que dominaba todo el valle del río grande y en ella ya había varios dólmenes de los anteriores gobernantes. El suyo tenía un corredor de acceso de 12 m de longitud que daba acceso a la cámara de 2,57 m de diámetro donde fue depositado su cuerpo con un ajuar tan rico como su ocupante. La niña pudo ver un colmillo de elefante completo, un huevo muy grande que alguien le dijo que era de avestruz, un animal que nunca nadie había visto en aquellas tierras y que tampoco sabían qué aspecto pudiera tener, varios peines de marfil y una lámina de oro con un grabado de ojos grandes que observaban todo lo que acontecía alrededor. No pudo ver nada más porque tuvo que acudir junto con las otras niñas, al lugar desde el que danzarían antes de que lo hicieran las bailarinas adultas.

Colmillo de elefante

  • Por primera vez cubrió su cuerpo de rojo y aunque su vestido no era tan hermoso como el de las bailarinas mayores, era realmente bello y se complementaba con un collar hecho de cuentas de ámbar venido de tierras muy lejanas y que una vez utilizado tenía que ser devuelto, junto con todo lo demás, a las arcas del templo. La danza la dejó exhausta pero aún tuvo fuerzas para contemplar anonadada la de las bailarinas, prometiéndose que en breve ella también sería capaz de bailar de igual manera.

Algunas de las niñas, al alcanzar la madurez deseaban contraer matrimonio y formar una familia, para lo cual tenían que abandonar para siempre la que hasta entonces había sido su vida, pocas lo hacían y ella no iba a ser una de ellas, lo único que anhelaba su corazón era pertenecer a esa hermandad para danzar y danzar hasta el agotamiento y, si así lo querían los dioses, interpretar sus deseos  o sus admoniciones.

Cuentas de vestidos y restos humanos

De vez en cuando las aprendices de bailarinas iban a visitar a sus familias y se quedaban con ellas unos pocos días, algunas ya no querían volver y preferían olvidar el esfuerzo empleado en su formación, para llevar una vida normal. La niña no, volver a la casa de su familia suponía trabajar en las tareas domésticas, ir a buscar agua, lavar ropa en el río, cocinar, trabajar en el huerto familiar y ella ya no quería saber nada de eso. Cómo se podía comparar con bailar hasta la puesta de sol y abstraerse de todo lo circundante, mientras el baile continuaba. Su destino estaba marcado y ella estaba encantada de asumirlo por mucho esfuerzo que conllevara.

Las estaciones fueron pasando y ella se convirtió en la figura central de las bailarinas, las coreografías parecían estar hechas a su medida y su fama se fue extendiendo por los alrededores y mucha gente acudía desde sitios lejanos cuando había un acontecimiento o una fiesta religiosa en la que bailarían. Pero con el pasar del tiempo las bailarinas empezaron a sufrir extraños dolores en el pecho, les aparecieron sarpullidos en la piel que no dejaba de picar,  los riñones empezaron a fallarles y apenas tenían ganas de comer. Su estado se fue deteriorando rápidamente, el de todas a la vez, aunque había algunas con menos síntomas y así, sin que nadie pudiera explicarse el por qué, fallecieron poco a poco.

Puñas de cristal de roca y empuñadura de marfil

Fueron enterradas apenas sin ceremonias mientras construían el túmulo donde lo harían con todos los honores. Para ello abrieron en el del último gobernante fallecido, un nuevo corredor de 37, 7 m de longitud y una cámara de 4,75 m de diámetro para acogerlas a todas. Tanto el corredor como las cámaras estaban revestidas de lajas de pizarra traída de muy lejos, cubiertas de cinabrio de color rojo intenso. El resultado fue un túmulo de 75 m de diámetro que se elevaba por encima de la colina y era visible desde varios kilómetros a la redonda.

Peineta
Cuando el túmulo estuvo terminado, trasladaron a las que habían sido enterradas precipitadamente y a las que habían fallecido recientemente, hasta un total de 22 bailarinas. Todas fueron depositadas con sus trajes de ceremonia hechos de miles de cuentas blancas y que juntas sumaron un millón. Los objetos de adorno fueron mayoritariamente de ámbar y de marfil, aunque también los hubo de oro. De marfil estaban hechos más de 159 objetos, entre los que destacaban 5 peinetas, 8 bellotas y 19 figurillas de animales. De ámbar eran 250 cuentas y colgantes. También se añadieron puñales, puntas de flecha y láminas sin usar, más de 20 de ellos hechos en cristal de roca.

Puntas de flecha de cristal de roca

En el centro de la cámara se dispuso un altar realizado en arcilla verde, enlucido en blanco y decorado con una cenefa rojiza. En torno a él se situó una mesa de ofrendas  cubierta con un paño hecho de cuentas de caliza, en la que se depositaron hermosos objetos como un peine de marfil. A su alrededor vasijas y vajilla de barro que contenían todos los alimentos necesarios para el largo viaje que les aguardaba y en último lugar los cuerpos de las bailarinas. A ella le reservaron el lugar de honor, de rodillas frente al altar y con los brazos dirigidos hacia el cielo en posición de oración.

Una vez depositado todo, se celebraron los rituales  debidos y la cámara se cerró con una losa y frente a ella se colocó un gran vaso de cerámica. Se volvería abrir en el solsticio de invierno, momento en el que el sol se colaría por el corredor de entrada, iluminando la cámara funeraria e incidiendo sobre la estela que representaba a la Diosa Madre.

Las 20 bailarinas tenían una edad media de 35 años, la causa de su muerte fue el envenenamiento por sulfuro de mercurio, el principal componente del cinabrio y todo esto ocurría hacia el 2.800 ac en Montelirio, Castilleja de Guzmán (Sevilla) 

 

Reconstrucción de la cámara principal



[1] Lacus Ligustinus, ensenada que se formaba en la desembocadura del río Guadalquivir junto a la ciudad de Sevilla que perduró hasta la época romana,

[2] Almadén, Ciudad Real

[3] Cinabrio, con un alto contenido en mercurio